“Vengo de una familia de mujeres que no sonríen, que casi no hablan, que no se inmiscuyen en ninguna pasión humana por miedo a arrugarse. Y sin embargo, a mí no me mueve la coquetería, sino una fuerza mayor. Una necesidad de resistirme, un desprecio hacia este mundo escurridizo, una pasión por el detalle que permanece más allá del tiempo. Dicen que de la antigua dinastía de los Romanov solo ha quedado un cuchillo para untar paté. Pues bien, yo quiero ser ese cuchillo de untar paté. El último objeto de este ciclo que languidece. La reliquia en la que en un futuro mis sucesores podrán depositar toda su nostalgia por el pasado.” (de un texto de la autora en el ciclo Lectura, de FILBA, Mi cuerpo)
Así dice Ariadna Castellarnau, haciendo difuso el límite entre la ficción y lo autobiográfico. Pero sin que importe conocer cuál es ese límite, en definitiva, si uno se sumerge en la placidez profunda de sus gestos, y además tiene la suerte de que aún con el jet lag de veinte horas de vuelo, responda un mensaje que termina en el intercambio de otros, que permiten acordar una próxima entrevista; concluye que lo consiguió.
Ella es ese cuchillo de untar paté.
“Quema” es la prueba evidente de tal conclusión, y los lectores se sentirán agradecidos, si confían en nosotros. Según explicó la autora, respecto de esta, su primera novela, publicada en Argentina por Gog y Magog, en su génesis respondió a un conjunto de cuentos que transcurrían en un mismo universo distópico. “Me interesaba en cuanto me permitía plantear relaciones personales y familiares extremas, casi al borde de lo inhumano. En realidad, la pregunta que me hacía mientras lo escribía era más o menos esta: ¿qué queda de lo humano cuando todo lo material que nos sostiene y nos define, desaparece?”, reveló.
Para saber qué queda de lo humano cuando todo desaparece, o enterarnos si, por el contrario, no halló la respuesta a ese interrogante enorme, nos invita a seguirla por un territorio que no tiene localización geográfica real, aunque atravesemos bosques, montañas, valles y pueblos perdidos como muchos a lo largo y ancho de este planeta nuestro.
Los sobrevivientes de un mundo devastado, queman sus pertenencias, abandonan sus casas y huyen hacia otro lugar en donde poder estar a salvo del mal.
“No pronunciaron palabra durante todo el viaje. Con el corazón apretado, confiaban llegar a ese lugar donde las cosas empezaran a mejorar visiblemente. Donde la tierra recuperara su aspecto de tierra y las personas volvieran a ser personas. La zona protegida. El campo, el calor y el zumbido de las abejas bajo el sol”, así cuenta el narrador en una tercera persona potente, con imágenes luminosas dentro de su propia ominosidad:
“Rita había visto las fotografías de los niños desnutridos: estómagos abultados y desproporcionadamente grandes, como para albergar el enorme vacío de su interior, pero nunca imaginó que el hambre se sintiera
ASÍ”
Castellarnau es exquisita en el uso del lenguaje, hay palabras que hasta en la métrica responden de manera precisa a un modo poético de describir el espanto. Cada palabra es justa, no hay un adverbio que incomode, ni lugares comunes, todo contribuye a crear una atmósfera que invita a la lectura y provoca. Es que Castellarnau afirmó que “la palabra es una provocación, lo escrito es una provocación”, tras contar que cuando decidió estudiar Filología Hispánica, en Cataluña, algunos vieron su elección como “un acto de traición”.
¿Puede traicionar quién consigue tanta belleza, al describir un mundo arrasado?
NO.
Se vuelve universal. Dijo el jurado que la obra premiada, con su entretejido de historias, queda inscripta en “esa literatura global que trasciende fronteras y localismos, que incomoda y nos involucra desde sus hipótesis de partida, tarea de la verdadera ficción literaria desde siempre. Más que ciencia ficción post apocalíptica, es una novela tremendamente actual”.
Quizás este rasgo tenga que ver con lo convulsivo del mundo actual: el calentamiento global, las catástrofes naturales, el narcotráfico, el crimen organizado, la inseguridad, la pobreza; las enfermedades, pandemias, epidemias y endemias; el extremismo religioso, la intolerancia, el abuso infantil, la trata de personas y otras tantas calamidades. Es que es bien cierto que la distopía aparece en épocas de crisis, convulsivas o de grandes quiebres, que nos llevan a replantearnos el mundo conocido, estas épocas pueden ser productivas para el género de la ciencia ficción, y demuestran que hay vida más allá de esa trilogía que podemos llamar fundacional, constituída por “Un mundo feliz”, de Aldoux Huxley, “1984”, de George Orwell, y “Farenheit 451”, de Ray Bradbury, obras de culto a esta altura.
Ariadna Castellarnau nació en 1979 en el campo, en la provincia de Lleida (Lérida, dicho en castellano, como nos aclaró), de la comunidad autónoma de Catalunya, en un pueblito pequeño, llamado Almacelles, a doscientos kilómetros de Barcelona; y creció en una granja. Si bien no es posible saber si la escritora almacellense, seguirá incursionando en el género, su gran logro es haber conseguido una obra que sacude, que no da tregua, hasta en el giro a la primera persona de ese último capítulo, que lleva el nombre del título de la novela.
“He visto centenares de incendios en mi vida y aún no soy capaz de ponerlos en palabras. Me cuesta hilvanar la cadena de desastres que ocasionan las llamas, traducir la magnitud del calor y del miedo, lograr hacerle justicia a la belleza del fuego. Pero hay algo que sí puedo decir y que me conmueve muchísimo más que cualquier incendio por muy fastuoso que este sea: la resonancia que queda flotando en el aire tras la hecatombre, el agudo sentimiento de pérdida depositado en algo tan frágil como las cenizas”.
Parafraseando este pasaje, puede afirmarse que Ariadna Castellarnau es capaz de poner en palabras, qué se siente ante la tierra arrasada, la deshumanización, el desastre, y sí
CONMUEVE.
Mi ejemplar es de la primera edición de agosto de 2015, de la Editorial Gog & Magog, que espero se agote pronto. Lo bueno de los premios a veces, es que permite hacer visibles los libros que llegaron para quedarse.
El premio cuenta con el apoyo de la Fundación Plaza Las Américas de Puerto Rico. Las novelas finalistas fueron "La mucama de Omicunlé", de Rita Indiana, y "Las tierras arrasadas", de Emiliano Monge. Los anteriores ganadores han sido Arturo Fontaine (Chile), Eduardo Berti (Argentina), Juan López Bauzá (Puerto Rico), Claudia Salazar Jiménez (Perú) y Ricardo Menéndez Salmón (España).