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Nostalgia attack

Anteayer fue un día raro, de esos en los que me debato entre hablar o callar, y así estuve, entre el escribo o no escribo, digo o no digo, hasta la noche. Cuando hay truenos y relámpagos, me refugio en la lectura. Mi salvoconducto contra el miedo que me provocan las tormentas. Y diluvió en Buenos Aires.

El asunto es que a propósito de un posteo de Clara Obligado: “¿A cuántas escritoras has leído en lo que va del año?”, recordé a la Munro y un libro que a su hora, me movilizó muchas cosas.

Demasiada felicidad.

Obviamente, la ley de Murphy se cumplió una vez más. El libro no estaba, pero sí unos borradores y unas anotaciones y una nota impresa de una columna de Antonio Muñoz Molina, que yo parafraseé alguna vez.

Ayer continuó la lluvia y no tuve mejor idea que releerme, algo así como rebobinar una película que en algún momento se detiene, de puro vieja nomás.

Amigos, amores, oportunidades, objetos, ¿quién no sufrió alguna pérdida?, el tema es cuando esa pérdida pesa, como es mi caso. Entonces es que sucede que aunque la poesía me gusta, compruebo una vez más que no aprendí el arte de perder, ni me interesa.

«The art of losing isn’t hard to master;

so many things seem filled with the intent

to be lost that their loss is no disaster.»

Si habré repetido esos versos de Elizabeth Bishop, una y otra vez, cada vez que lamenté haber faltado a tantas promesas, sin encontrar la fórmula para conseguir retomarlas.

Muchas veces, un lustro atrás que puede pesar como la vida entera, tuve que confiar a los más íntimos que en ciertas ocasiones, me costaba recordarme. Nada extraño si se considera el estigma familiar de no hablar, como si de esa forma forma se evitara recordar.

Ya conté, en el marco de alguna de las entrevistas que hice, que mi infancia se reduce a ciertos y escogidos recuerdos, fragmentados a gusto y piacere en mi memoria; y mi juventud, ¿qué decirles?, jamás me atreví a rescatarla del olvido.

Hacerlo, hubiera sido reconocer que tanta voracidad, y tantas ganas de llevarme el mundo por delante, se habían reducido a esa mansa resignación que algunos llaman fracaso.

Demasiada felicidad, “Too much happiness”, en su título original; el libro de la Munro, no apareció en la biblioteca, para demostrarme una vez más que nada es casualidad. Entre las hojas de cuaderno, estaba la faja roja en la que Antonio Muñoz Molina dice: “Sus relatos contienen novelas enteras”, y mi parafraseo de una columna del ubetense; ese recurso literario de recrear las palabras de otro, para decir lo que queremos decir.

  «Aunque me prometí hace mucho tiempo no decir jamás” o “nunca”, puedo afirmar que nunca jamás, tuve la certeza de pertenecer a tal o cual lugar, será que al esperarse que me comportara como una persona mayor, fui expulsada de la infancia; sin tiempo suficiente para aprender quién era, de dónde venía, y qué podía lograr.

   El colegio de monjas, y la universidad después, nos abrieron las puertas de un mundo distinto al de nuestros padres, en casi todos los casos, y totalmente ajeno al de nuestros abuelos, mayormente inmigrantes, como los míos. Los mandatos del tipo “Hay que ser y parecer”,  y “Sólo lo que se consigue con esfuerzo, vale”, no nos dejaban disfrutar del todo el logro de haber alcanzado subir un escalón más, y aunque accedíamos a otros círculos, en esencia seguíamos siendo los mismos; siempre sin saber muy bien quiénes éramos, y qué queríamos.

    Mientras unas amigas se iban, otras nos quedábamos, y sin saberlo, cada una deseaba lo que la otra alcanzaba, y así seguíamos inmersas en la misma insatisfacción de nuestras madres, que nos quisieron profesionales, pero nos inculcaron que ser esposas y madres era un dogma irrenunciable.

   Los que pasamos el medio siglo, siempre divididos entre lo que libremente hubiéramos querido elegir, y lo que terminamos haciendo por dar satisfacción a nuestros padres, transitamos la juventud, con el corazón dividido entre el deseo y el deber; y a veces esa insatisfacción perenne nos hacía sentir amargo un logro, porque no era nuestro, en realidad.

   Cuántas veces habré dicho que lo que soy, y lo que no soy, en parte, se lo debo a mi madre, y que mi vocación en verdad está acá, frente al teclado, escribiendo, y no en el derecho. Y sin saber que se trataba del precepto de Rimbaud, aquello de que la vida siempre está esperándonos en otro lugar, me lo grabé a fuego desde que vi a Diane Lane, en “Bajo el sol de Toscana”.

   ¿Qué son cuatro paredes? Son lo que contienen, la casa protege a los soñadores. Pueden suceder cosas realmente buenas, incluso después de mucho tiempo, y es una gran sorpresa.” Así dice Frances, el personaje interpretado por la Lane.

   Y vaya si uno no debe protegerse en este mundo. Los espías de Le Carré, de Chesterton y de Graham Greene, fueron reemplazados como héroes morales, por otro tipo de gente que parece una cosa irreprochable, y resulta ser otra.

   Quién no se ha sentido extranjero en su propia patria. Quién no ha querido trabajar en otra cosa, quién no se ha perdido en el intento, y se ha convertido en nadie. ¿Nadie o alguien distinto?

   Todos hemos pensado que a falta de una vacuna contra la insatisfacción, la incertidumbre y la provisoriedad, la madurez que alcanzaríamos pasado el tiempo, nos haría superarlas. Pero no, hemos tenido la impresión de estar en el lugar inadecuado, en el momento menos indicado; o al revés, que es lo mismo y no, salvo en el resultado. Sentir que no somos de aquí ni de allá, como dice la canción.

  Y el paso de los años nos hace sentir peor, porque a menudo no podemos acompañar los acontecimientos. En ocasiones, pareciera que nunca damos la medida, o que estamos a destajo. ¿Cómo aprender que el éxito o el fracaso no dependen de los logros o los reveses, sino que unos y otros pueden contener el germen contrario?

 ¿Cómo entender que en esta tormenta de marzo en Buenos Aires, sintiese fugazmente la discordia entre dos mundos, y la imposibilidad de elegir uno de ellos?

   Otra vez sopa, diría Mafalda, ¿quién me manda a mí a esta altura de la vida, y siendo Mégara una realidad, huronear entre papeles viejos, no solo para leerlos, también para terminar apretándolos contra el pecho, mientras recuerdo una vez más, ese mundo antiguo del papel, que nadie pudo imaginar que sería reemplazado; pero lo fue. ¿Cuánto hace que no escribo una tarjeta, una carta, una nota?, de puño y letra; ese mundo de palabras escritas con bolígrafo o lápiz, sobre papel, ese que se dobla para ensobrar.

  Pero claro, yo que viví en ese mundo del papel de carta, con diseño especial o perfumado, en aquel tiempo durante el cual se coleccionaban las estampillas y las cartas se ataban con un lazo de seda de color, no puedo  mantenerme incólume ante la instantaneidad de un correo electrónico o de una foto enviada por whatsapp; menos aún, ante la sonrisa de mi hijo, del otro lado de la pantalla, llevándome al local de Teresa’s bakery que inauguraron en Paseo de Gracia y las Cortes Catalanas.

  Debo confiar que a mí, que hace rato que nadie me conmueve con una tarjeta manuscrita o con apenas dos palabras, escritas sobre una servilleta de papel; puede conmoverme el sonido inconfundible de un correo, deseado o inesperado.

   Por eso, aunque ya es tarde, abro la ventana del altillo, para comprobar que no llueve más, y recuerdo la nota de la Morgan, en la que compartí que en mi paso por Nueva York, fui hasta allí, por Muñoz Molina, que descubrió un día cualquiera allí, que el título del libro que no encontré, de repente puede resonar de manera inesperada. Y hacerme recordar una película, cuando lo que buscaba era un libro y llevarme hacia atrás, hasta la infancia.

 “Tienes que vivir esféricamente, en muchas direcciones; nunca pierdas tu entusiasmo infantil, y todo saldrá como deseas”, le dice Katherine,  a Frances. 

Demasiada felicidadA veces es posible sentirla

Como en este momento, que a falta de su libro, recordé una frase de la Munro:  

 “Estaba aprendiendo, con bastante retraso, lo que muchas personas de su entorno parecían saber desde la infancia: que la vida puede ser plena sin grandes éxitos.”


Y como si fuera poco, a falta del libro que buscaba y del recuerdo de esa película aparentemente comercial, me reencontré con Cincuentena, esa antología de Luis García Montero, en la que reunió cincuenta poemas con el pretexto de celebrar su medio siglo.

 “A través de los siglos,

saltando por encima de todas las catástrofes,

por encima de títulos y fecha,

las palabras retornan al mundo de los vivos,

preguntan por su casa.”

(de Garcilaso 1991)

Un libro para releer, desde la nota del autor, donde explica algunas cosas que guardan relación con las otras cosas  de las que hablaba:

“Entre los cuidados que exige la edad, me parece que uno de los más importantes, más incluso que el dejar de fumar o de beber, es el deseo prudente de mantener con vida al lector juvenil que fuimos, al muchacho que se deslumbró con una novela o unos poemas y se apasionó tanto con lo que tenía ante sus ojos que decidió dedicarse a la literatura”.

Un círculo es a veces el que nos gusta describir en Mégara, con el entusiasmo intacto, ese que hace que podamos recordarnos y reconocernos en los sueños por los que vamos hacia adelante.

 

 

 

Sandra Patricia Rey
Sandra Patricia Rey
Autora del libro de cuentos Matrioshkas; Pegaso, un libro infantil ilustrado; y de los poemarios No hay más vuelos reales (Editorial En Danza) y Altar doméstico (La Ballesta Magnífica)

1 Comment

  1. Mariano Barcena dice:

    Hola Sandra!

    Llegué a la web, que de por sí esta genial y aproveché a leer esta nota que hiciste que me llamó la atención. Muy buena!! En algunas cosas hasta me sentí identificado, increíble. Muy admirable la idea de la web te felicito, seguí así!

    Saludos,

    Mariano

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