Las voces de los otros

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Las voces de los otros


Esta entrevista tiene que ver con madres e hijas, con la palabra y la lengua que la transmite. La lengua madre, esa que es insustituible. También con mujeres y con cartas, que no siempre están destinadas a enviarse. Nos contactamos con ella hace unos meses atrás por correo electrónico, su generosidad y su comprensión se sostuvieron en el tiempo, y el resultado es una larga charla, que compartiremos con ustedes.


De: Sandra Patricia Rey

Enviado el: miércoles, 15 de marzo de 2017 0:52
Para: María Teresa Andruetto
Asunto: De regreso (aún sin haberme ido)

Querida María Teresa:
Imposible olvidarme de tu correo y de tu generosidad, al brindarme los datos de contacto.
Sin contar detalles, te cuento que avanzamos lento, por cuestiones personales de quienes formamos parte de Mégara; a veces uno apuesta a los milagros, y no suceden. Ordenándonos tras las vacaciones, retomamos deseos y renovamos la esperanza.
Entenderé perfectamente si no coinciden tus tiempos ahora, pero si me das el sí, me acomodo a ellos, te mando las preguntas, y cuando podés, me mandás las respuestas grabadas, para que tengan mayor calidez, como habías dicho.
No voy a hablar de estilo, sí de impronta, y la que nosotros queremos darle a nuestras entrevistas, nos lleva mucho tiempo, es una cuestión de respeto hacia el entrevistado, poder sorprenderlos de alguna manera, leyendo mucho material y volviendo sobre su obra. Ojalá me des de nuevo el sí.
Un abrazo, Sandra


Querida María Teresa:
Cuando todo empalidece alrededor, a veces cuesta volver sobre lo que más se desea, batallan la culpa y los mandatos, y la postergación es la solución más a mano.
Quiero contarte cosas lindas, decirte de la alegría inmensa de dar el puntapié inicial a la entrevista, pero también explicarte que voy de mal en peor y que por eso vengo tan demorada con lo que me anima. Arrancar hoy con las preguntas, es encender el sol de este lunes que amaneció nublado. Digresiones aparte, catárticamente necesarias, ¡acá vamos!

Cartas que a veces no se envían, de eso se trataba también esta entrevista, y quizás esa es la clave para entender que la forma mutó, para que al leer pueda escucharse su voz, esa que fuimos a buscar.

“La pradera es un arpa de hierba, que recopila y cuenta; un arpa de voces que recuerdan una historia. Escuchemos”, dice Truman Capote. Como solemos hacer para acercarnos a nuestro entrevistado, le propusimos narrar en primera persona su historia, en ese pueblo que creímos que quedaba al norte de la docta y no queda al norte, ya verán. Pero ella lo cuenta como se contaban antes las historias. Escuchemos.

Oliva no está al norte de la provincia de Córdoba, es un pueblo que está al sur de la capital, en el corazón de la llanura cerealera. Cuando yo era chica, el centro de la producción era el maní. Córdoba tiene la mayor producción de maní de Argentina y es uno de los principales productores de maní del mundo. Luego, con los años, el maní fue desplazado por la soja y si bien tiene también algo de producción tambera, los tambos están en crisis hoy, ya que el esfuerzo de los productores no está bien recompensado.
La llanura inmensa, el horizonte tan conmovedor de esa llanura que es como un océano, tiene otra particularidad, un asilo de enfermos mentales que, cuando yo era chica, se consideraba el más grande de Sudamérica y recibía pacientes de todos los países del continente; unos siete mil, cuando el pueblo, tenía cinco mil personas. Una buena parte de la población, la mayoría, trabajaba en el asilo, y muchos pacientes circulaban por el pueblo.
Mis padres no trabajaban en el asilo, pero sí, los padres de mis amigas. Una vecina que era madre de una amiga mía muy entrañable, era jefa de una villa, entonces íbamos mucho. Por todo eso diría que Oliva ha sido un pueblo que, literalmente, vivía de la locura, con todo lo que eso pueda significar, en un sentido o en otro.
En mi caso, algo de la forma de ser de mis padres hizo que yo no estuviera tan preservada de ver ciertas cosas de lo humano, desde chica. Al amparo del cariño y la protección familiar, sin un interés en aislarnos o criarnos en una burbuja, sino en completa consonancia con lo que nos rodeaba; la pobreza, la locura y la enfermedad estuvieron al alcance de mi comprensión desde que yo era muy chica.
Pobres éramos también nosotros, a mis nueve años, nos fuimos a vivir a un par de habitaciones que mis padres lograron hacer en lo que después sería la casa de familia, que se fue haciendo de a poco, pero antes de eso, viví muchos años en lo que se llamaría un conventillo. Eran como viviendas colectivas en las cuales cada familia, tenía dos habitaciones o tres, pero me di cuenta recién de grande que era así, nunca tuve la vivencia de la propia pobreza, quizás porque mis padres tenían intereses culturales.
La presencia del libro era tan fuerte que yo sentía que éramos un poco especiales en el sentido de que, en ese contexto, había intereses culturales fuertes, tanto de mi papá como de mi mamá. Crecí con la sensación, transmitida por ellos, de que la pobreza era transitoria y que íbamos a ir mejorando nuestra condición; lo que así fue.

Mis padres…

Mi papá, joven, en Airasca.

Mi papá era italiano, había vivido en Torino, en Milán, había conocido Roma, había hecho allá en Italia, en Pinerolo, la escuela magistral, que sería como un profesorado de magisterio. Pero luego, fue llamado al frente de batalla, fue llamado por la guerra. Se quedó dentro del territorio italiano, durante el gobierno de Mussolini. Estuvo dos a disgusto y se escapó, se unió al movimiento partisano y vivió el resto de los años de la guerra, con un hato de ropa, refugiándose en una casa o en otra. Escondiéndose y trabajando en cuestiones administrativas, tales como la distribución de comida, más que con las armas, según sus relatos.
Él llegó a la Argentina en diciembre del ‘48, terminada la guerra. Ante la situación económica en la que quedó Italia, le pidió a un tío que no conocía, hermano de su papá, que vivía en un pueblito de La Pampa que se llama Monte Nievas, lo que se llamaba el acta de llamada, y así vino a la Argentina, en un barco que se llamaba Sebastián Gaboto. Había en casa un álbum con fotos del viaje, y él, por muchos años, repasaba ese trayecto desde su pueblo hacia Génova y después en barco hacia Buenos Aires, y de Buenos Aires a La Pampa. Como no le gustó el campo, ya que era un hombre que estaba acostumbrado a la ciudad y a una vida un poco intelectual, decidió viajar a Buenos Aires a trabajar en la administración del hotel Alvear, porque el hermano de un amigo suyo, también italiano, era maitre. Fue entonces, que su madre, desde Italia, le mandó una carta pidiéndole -así cuenta la leyenda-, que fuera a visitar a una mujer en un pueblo cerca de Villa María, en Arroyo Cabral, y a unos cien kilómetros de Oliva, donde yo me crié. Él fue y esa mujer que fue a ver, era la abuela de mi mamá. Mi padre se enamoró de mi mamá, que era muy bonita, y no siguió más a Buenos Aires, ahí se quedó.

Mi mamá con sus alumnitas en el patio de la escuela municipal de Arroyo Cabral.

Mi mamá, por su parte, hija de padre y madre italianos, campesinos pobres venidos a fines del siglo XIX a la Argentina, provenía de una familia con un contexto de pobreza mucho mayor que la de mi papá. Era una mujer con una sensibilidad muy profunda, ella vive todavía, está con un proceso de Alzheimer, tiene 88 años, y aún en su estado, aparece el lenguaje de una manera muy intensa. Ella tenía muchos sueños, entre ellos enseñar, escribir, crear.
Ella era una mujer fina, distinguida, muy bonita también, que me parece que tal vez hubiera querido no casarse, una vida de soltera para desarrollar eso en algún otro lugar. Lo cierto es que en el pueblo donde estaba, no había escuela secundaria, pero igual ella enseñó, fue maestra por varios años en ese pueblo; aún teniendo el primario, enseñó a leer a mucha gente y fue una maestra muy querida, incluso hasta hace unos años había alumnos suyos que iban a verla para el día del maestro, le llevaban flores y demás. Una cosa que me conmueve enormemente.

Mis padres en su casamiento en una iglesia de Villa María. Por esa época mi mama se casó de traje sastre y boina, ¡nada de vestido blanco!

Mis padres se casaron y tuvieron unos años muy duros, de mucha pobreza económica, la familia de mi mamá era extremadamente pobre, no tenían ingresos, había que apoyarlos a ellos, a mis abuelos y a mi bisabuela que también vivía allí, la mujer a la cual mi papá fue a ver en nombre de su madre. Y a la vez mi papá no tenía ni relaciones ni conocidos ni nada, sólo su capacidad. Era un hombre muy inteligente, muy profundo, muy ético, muy libre en su pensamiento, y a la vez, un hombre un poco triste que vivía quizás un poco de la alegría de mi madre. De la fuerza de vivir de mi madre. Mi papá era un hombre que decía que no tenía amigos, fue muy respetado en la vida y él respetaba mucho a muchas personas. Pero amigos, así como barras, encuentros, no; a él le gustaba estar con mi madre. En cambio, mi mamá tenía un espíritu más social.
Lo cierto es que ellos se fueron a Oliva porque mi papá consiguió un trabajo allí. Empezó a trabajar en una cooperativa de tamberos, en la parte de la administración. Él había hecho por correspondencia unos cursos de contabilidad, y luego, al fundarse en Oliva una cooperativa eléctrica, lo buscaron para que fuera el gerente de la cooperativa, trabajo donde estuvo más de 30 años, y convirtió a esa cooperativa naciente, en una cooperativa muy rica que da muchos servicios actualmente.
Fue, creo, la primera o una de las primeras cooperativas que suministró electrificación rural en los campos de la zona, planes de vivienda, servicio telefónico, internet, ambulancia, servicios de sepelio, agua corriente. Mi padre era un hombre bueno que tenía una mirada socialista de la vida y todo lo que hizo, lo canalizó en el cooperativismo. Fue un hombre que trabajó mucho por la comunidad y manejó mucho dinero de esa cooperativa, aunque a la vez, no le gustaba para nada el dinero para sí. En toda su vida lo que hizo fue la casa donde vivieron él con mi madre y hacernos estudiar a nosotros.

Teatro alla Scala, foto de Mégara, abril 2017.

Mi papá también tocaba el banjo. Con el tiempo, hubo un aparato de música para escuchar óperas, las escuchaba en la radio, las escuchaba con mi madre, se las explicaba; él había hecho guardia en La Scala de Milán durante un tiempo y entonces había visto muchas óperas de primer orden en ese teatro. Mucha apetencia intelectual de su parte, y mi mamá que era una mujer muy sensible. Él estaba llevado más por el conocimiento, por el deseo de saber, y mi mamá más por una cosa del sentir, con un espíritu más romántico. Romántico y también rebelde, una rebeldía un poco sofocada en la vida de ama de casa, más común. A mi mamá le interesaban más las novelas, la poesía, ese tipo de cosas, pero ellos tenían muchas conversaciones acerca de cuestiones culturales, de conocimiento, era algo que tenían mucho entre los dos, siempre estaban escuchando música o leyendo cosas; leyéndole uno al otro algo. Así que me crié en ese ambiente, y nosotros también participábamos un poco de esas conversaciones.
Siempre que pedí libros los tuve. El interés por la lectura fue muy temprano. Eso estuvo en mi casa siempre, y a la vez era una casa, donde -hoy me estaba acordando de eso-, nunca, nunca jamás, a nosotros nos dijeron: «No te juntes con este, anda con el otro, éste tiene más dinero o está mejor o es más blanco o es más alto o es más bueno». Fui criada de un modo, que hoy llamaríamos muy inclusivo, con un profundo respeto por todas las personas, cualquiera fuera su condición económica y situación social. Con un profundo amor por el saber, por el estudio y también por el trabajo.
Mi papá era una persona extremadamente trabajadora y muy disciplinada. Mi mamá, por su parte, si bien hacía las cosas de la casa, no era un ama de casa tan habitual porque -después me di cuenta-, no le gustaba nada lo doméstico. Entonces, hacía las cosas, sí, lo que hiciera falta, lo más indispensable, pero si podía y tenía un tiempo, se ponía a leer. A veces nos leía a nosotras, cosas que leía para ella, supongo que para poder leerlas; las leía en voz alta, así que de chiquitas hemos escuchado novelas para adultos. Hablo en plural porque éramos sobre todo mi hermana y yo, aunque tengo un hermano nueve años menor. Con mi hermana, que murió a los 32 años, teníamos dos años de diferencia, de allí que casi todo lo que me pasaba a mí, también le pasaba a ella. Al nacer mi hermano, vivimos una época mejor desde lo económico, un poquito más distendida en otros aspectos y con mis padres más grandes.
Bueno, la infancia en el pueblo tenía todas esas características, mucha libertad, jugábamos en la calle, que era de tierra. Nuestra casa quedaba casi donde terminaba el pueblo. Entonces, Íbamos a la escuela y el resto del tiempo jugábamos o hacíamos lo que queríamos, la única actividad que yo tuve de chica, extra y disciplinada, fue ir a piano; íbamos con mi hermana, fui muchos años. Y el resto del tiempo era jugar o leer, no teníamos nosotros televisión todavía. Yo leía mucho y lo que pidiera sí me lo compraban, a veces aunque fuera necesario un esfuerzo. Salíamos poco del pueblo y siempre me impregnó a mí particularmente una cierta melancolía, un poco alimentada por el paisaje de la llanura; por la inmensidad del campo, el sol poniéndose, los atardeceres. También por el hecho de que vivir en un pueblo, en esa época, era vivir como aislado de otros lugares. Alguna vez íbamos a Villa María, que era “la ciudad” para nosotros, ¿pero qué sería?, cada dos, tres meses, tal vez. A Córdoba fui una sola vez en la infancia antes de mis 17 años, cuando me fui para estudiar, creo que tenía 8 años, y fue para que un zapatero me hiciera unos zapatos especiales porque tenía un problema en el pie.
O sea, nuestra vida transcurría en el pueblo. Entonces, era una vida en algún momento, de una cierta melancolía, y con un pizquín de tedio, de tal modo que me refugiaba en los libros. Y también esa melancolía quizás estuviera alimentada por algo de la sensación de pérdida que mi padre tenía de su venida a esta tierra, de haber dejado todo en Italia, sus padres, sus hermanos y demás. Ese corte abrupto de la vida, esa guerra que le había matado algunas personas queridas, muy queridas. Por eso, algo de mi madre, del amor de ellos dos, hacía que ella lo cuidara siempre mucho; en lo emocional me refiero. De eso también me di cuenta después, de cómo ella lo cuidaba, cómo ella lo quería proteger de sus dolores que nunca eran explícitos, pero que supongo que ella los vería o a ella se los diría.
Me gustaba el colegio, me encantaba. Todo lo que tuviera que ver con la vida intelectual, con la lectura y todo eso, me encantaba. Era, de muy chica, bastante tímida y muy, muy acomplejada, porque me sentía extremadamente fea, con respecto a mis amigas; después en algún momento en la adolescencia eso fue cambiando. Bueno, ahí va la primera, entonces.
Un beso. Después harás lo que quieras con esto…


Qué hacer con esto. Leerlo atentamente, acercarnos a ella, que siempre ha visto la escritura “igual que un territorio para comprender y ser comprendidos, una inmersión en nosotros para conocernos y conocer algo de la sociedad de la que formamos parte. El acto de escribir igual que un más allá (o más acá) de la ensoñación, un ejercicio de lucidez, un hacer de ojos abiertos. Búsqueda de palabras que nos ayuden a despertar a nuestro tiempo, a nuestra sociedad y a nuestra lengua; reflejo de convicciones y contradicciones, de conocimiento y de sensibilidad, de confusiones y prejuicios. Intentos de mirar “desde los ojos de los demás” ciertas imágenes hasta que nos interpelen para poder, quizás, interpelar alguna vez a otros…” (fragmento de Mi casa, de La lectura, otra revolución)
Están entonces invitados a disfrutar con nosotros, a este intercambio, a este mirar y escuchar con atención, como dice ella, “no para dar respuestas sino para generar preguntas”.

M. La trama central de la novela de Capote, se desarrolla a partir de una pócima gitana, creación de la bondadosa tía Dolly, con la que la que ella pretende curar la hipocresía. ¿Esa pócima era necesaria en Oliva?¿Hoy, qué pócima te gustaría inventar? ¿Qué harías con ella?

No tuve a ninguna tía Dolly. No tuve las tías de Capote, esas que inventan un mundo de fantasía. De la familia de mi papá, mis tíos vivían en Italia, así que recibíamos muchas cartas y hubo algo de la vida que se construyó a través de ellas. Llegaban todas las semanas, escritas por mi tío Luigi o por mi tía Concetta, la hermana de mi papá. Y antes, muy chiquita, menos en mis recuerdos, por mis abuelos. Teresa se llamaba la mamá de mi papá y Giuseppe, el papá. También mi mamá con su madre se escribía. A pesar de que vivían a 90 kilómetros, se mandaban cartas.

¿Cuáles eran las pócimas? Me parece que eran los libros, o más que los libros, quizás la fantasía, porque, de chica me gustaba inventar historias para mis amigas o más que inventar, me doy cuenta que reciclaba cosas que había leído, para mis amigas. Eso era una pócima. La imaginación fue quizás la pócima que me permitió sostenerme en el pueblo, y después, en la vida, en épocas en que estuve muy sola, alejada de la familia, como por  ejemplo, un año y medio en el sur, en Trelew. Ahí también el imaginario, las lecturas y después la escritura, han sido las pócimas siempre. Tuve otro período en el que estuve con una enfermedad muy seria, un año muy difícil, después de una cirugía cuando tenía 28 años, y ahí también fue la lectura y el imaginar. Imaginar dos cosas: imaginar historias y también imaginar una vida mejor para mí. Por eso, creo que un poco yo he ido también moldeando esta vida, como todos quizás, porque he tenido épocas muy duras, muy esforzadas, pero siempre he estado imaginando cómo podría la vida ser mejor.

M. Vos misma has dicho que no sabés por qué fue Trelew y no otro lugar, aquél en el que recalaste, recién terminada la carrera de Letras, cuando “en la inminencia del golpe y el desmadre de compañeros y amigos”, te fuiste de Córdoba, hacia el sur, ese punto cardinal situado tras una persona, en el sentido geográfico y etimológico, al lado del Sol.

A la distancia, escuchando el arpa de voces que recuerdan tu historia,  ¿encontraste alguna respuesta?¿Qué es la Patagonia para vos?

¿Qué es la Patagonia para mí? Es muchas cosas la Patagonia. Es, aparte del mito por todo lo que significa ese lugar, algo así como esa inmensidad, esa aspereza del paisaje. Pensando en la meseta sobre todo, pues representa ese exilio interno en Trelew. Está bien que yo no sabía, y no sé por qué fue Trelew finalmente, podría haber sido otro lugar. Fui yendo y ahí anclé un poquito, un rato. Pero también es cierto que mucha gente que se iba de los lugares donde había estado con su compromiso político, para no ser vista, se iba hacia la Patagonia. Entonces la Patagonia por un lado es eso, ese exilio interno, ese tiempo de soledad vivido ahí, un tiempo muy intenso para el crecimiento interior. Un tiempo, diría yo, como un paso a una madurez ya definitiva. Pero la Patagonia tiene otras cosas, porque después, varios años después, mi hermana Ana, mi única hermana mujer, tan querida, tan entrañable, que podría estar diciendo quizás las mismas cosas que estoy diciendo yo, acerca de mis padres, pienso; se fue a vivir allí.

Ana. La destinataria de un poema que escribí que se llama «Desnuda en la tienda». Ana, que murió joven, que murió a los 32 de un cáncer, y cuyo duelo está debajo de todos los poemas de mi libro Kodak, escritos a lo largo de diez años; digo, mi hermana Ana, se casó con un patagónico, con un hombre, un muchacho de Río Negro, y se fue a vivir a Río Negro y allá se enfermó y allá murió y allá está enterrada. Entonces, La Patagonia es también eso.

No todo así de triste, porque también sus dos hijas viven en Patagonia, una en Cinco Saltos cerca de Neuquén y la otra en Villa Regina. Las dos son mamás, tienen su familia, sus historias, están bien, pero bueno, la Patagonia es todo eso. He ido tantas veces. He cruzado la Pampa, la ruta que llaman del desierto, el camino desde Córdoba hacia Cipolletti para ver a mi hermana enferma y después para acompañar a mis sobrinas; en fin, la Patagonia tiene todo eso para mí.

M. Contaste también que en ese exilio sureño, un hombre que trasladaba ataúdes desde tu pueblo –donde se fabrican-, hacia distintos pueblos de la Patagonia, era el encargado de llevarte las cartas. Me pregunto si se trataba de un empleado de Fiori S.A., sinónimo de una larga historia de emigrantes italianos, que cimentaron esa empresa que fue creciendo. ¿Cómo se confía en un extraño?, ¿cómo se llamaba aquel hombre, lo volviste a ver, al retorno de la democracia?

Bueno, en realidad no era un empleado, era uno de los dueños. Francisco Fiori se llama, el Panchi, apenas un poco más grande que yo. Casi siempre era él en persona que llevaba los ataúdes y él me llevaba las cartas. Así que no era un extraño, era una persona del pueblo. Era novio y después pareja de una mujer, una chica un poco más grande, que yo conocía. Era un ser muy confiable.
Y sí, lo volví a ver muchas veces, siempre con un cariño muy grande. Lo vi hace poco, el año pasado en Bariloche, porque él, con su mujer, armó una empresa, siempre en el rubro de los sepelios, en Esquel. Ellos tienen su vida ahí, yo fui el año pasado a Bariloche a dar unas charlas y al enterarse, él y su mujer, Silvia, me escribieron, y me dijeron que estaban yendo a verme, así que almorzamos. Yo estaba con mi marido. Almorzamos los cuatro, fue muy hermoso.
Lo tengo siempre en mi corazón a Panchi, es una persona entrañablemente buena y me parece que él no tiene ni idea de lo importante que ha sido eso para mí. Intenté decírselo alguna vez, pero, no sé, porque no es que hayamos tenido conversaciones acerca de lo político y demás. Me parece que él hacía eso, como la buena persona que era, porque mi madre le pedía que me llevara esas cartas, pero no solamente me llevaba las cartas, sino que a veces me invitaba a comer, yo estaba muy pobre en esa época, muy mal y entonces, mis comidas eran muy modestas, y él a veces me invitaba a comer en un comedor muy lindo que había, al que yo no iba nunca por supuesto. Todos los funebreros de la región, estaban ahí y yo comiendo con ellos, y recibiendo mi paquetito de cartas que a veces también traía algunas cosas ricas que me mandaba mi mamá.

M. También contabas de una escrita por tu padre: “Complicadas las cosas por acá, por eso tu madre y yo estuvimos ayer domingo haciendo una fogata en el patio, pensamos que ya no necesitarás lo que quedó en la cómoda (una colección bastante surtida de literatura política).” ¿Qué sentiste al pensar en esa fogata?, ¿cuáles eran tus miedos? ¿Es selectiva la memoria? ¿Qué otras cartas recordás?

Digamos que esas cosas había que quemarlas. Siempre hubo un interés mayor que era el de la propia vida, ¿no?, así que los comprendí perfectamente. También, yo dejé cosas en otros lugares, dejé de comunicarme con gente, y otras personas dejaron de comunicarse conmigo, por seguridad. Bueno, todo eso formaba parte del clima de época.

En cuanto a las cartas, ¿qué otras cartas recuerdo?, recuerdo algunas de un par de amigas, que también me contaban cosas. Por ejemplo, una de ellas, una ex compañera de participación en la corriente de izquierda universitaria, me contaba de un modo muy sesgado, en una carta, que se habían llevado a su marido. Me dice: «¿Te acordás de Fulana, de la mujer que tenía los mellizos?». Bueno, todo así, sin dar nombres y demás, cosas así, por las cuales uno entendía de modo indirecto lo que estaba pasando. Tampoco eran tantas cartas, esas que generalmente venían en el paquetito que me hacía mi mamá. Llegaban a lo de mi madre, por terceras personas, no por el correo. Cuidados que se tomaban en esa época, temores, ¿no?

Me decís si es selectiva la memoria. Sí, la memoria claro que es selectiva. La memoria está llena de olvido. O sea, es posible recordar porque hay cosas que se olvidan, si no seríamos como Funes, el memorioso. Ya Borges investigó mucho sobre eso. Seríamos como un tacho de basura. La cabeza, el pensamiento, la memoria como un tacho de basura en la cual está todo y si todo está con el mismo criterio, el mismo relevamiento, la misma importancia, entonces nada tiene importancia. La memoria es selectiva porque siendo selectiva destaca ciertas cosas y vacía otras que no nos interesan tanto alrededor. La memoria fecunda de la que habla Marc Augé (Nota de M: antropólogo y etnólogo francés, autor de numerosas obras y creador del concepto de “no lugar”, o espacio de tránsito presente en las sociedades actuales), y otros autores también.

M. Si entendí bien, has explicado que prácticamente todas esas cartas se perdieron en los avatares de los años, recuerdo que mencionabas la que enviara tu madre hablándote de la desaparición de un amigo de entonces, que hoy es tu esposo. ¿Cuándo se reencontraron?, ¿cómo nació la historia de amor entre ustedes?

Es verdad que me encontré esa carta…ya te contaré. Pero me preguntás cuándo me reencontré con mi marido, Alberto, que es ingeniero agrónomo. Nosotros fuimos compañeros de colegio de la escuela secundaria y vinimos a estudiar a Córdoba en la misma época, aunque cada uno con su vida, yo con un novio y mi participación política en la corriente de izquierda universitaria de la Facultad de Filosofía y Humanidades de esa época. Él, con una novia, y en la Juventud Guevarista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Agronomía.
Yo me fui al sur a finales del año ’75, y a él, el día después del 25 de marzo del ’76, lo tomaron preso. Él pasó tiempos duros, una buena parte como desaparecido, después lo reconocieron, trasladándolo desde Córdoba a Sierra Chica, de Sierra Chica al penal de La Plata, y de ahí a la Policía Federal, con opción de salida. Sus padres buscaron en muchos lugares, pero había muchas demandas para España e Italia. Fue pensando en las mayores proximidades culturales y demás, pero finalmente salió del país y lo liberaron, arriba de un avión de bandera Alemana, como asilado político del Gobierno Alemán. Alberto volvió a la Argentina recién en el ‘84, vino a visitar a sus padres, pero para entonces yo estaba casada, y debía haber estado naciendo mi segunda hija. Tengo dos hijas, Juana y Josefina, de mi primer matrimonio.
Luego, en el ’87, él vuelve a visitar a sus padres, yo ya estaba separada, y él ya no estaba con su pareja alemana, con la que vino la primera vez, y nos vimos en plan de amigos, una sola vez porque él se iba al día siguiente, pero me parece que algo sucedió ahí. Desde entonces nos escribimos un poco, y él me dijo que ya tenía intención de volver. Llegó el 1ro. de enero del ’90, era una época tremenda para mí, porque hacía quince días que había muerto mi hermana. En esos días empezamos a salir. Yo había ido a lo de mis padres a acompañarlos un poco y él me fue a ver porque había ido a ver a sus padres a Oliva también, y luego, ya nos encontramos en Córdoba y desde entonces, no nos hemos separado, hace 27 años que estamos juntos.

En los primeros días de reencuentro o en esos primeros meses, ya no me acuerdo, un día escribí «El árbol de lilas», que tiene que ver con eso. A veces, uno busca lejos lo que tiene cerca. Yo no lo había visto antes, cuando éramos jovencitos. No lo había visto, él a mí sí, pero yo no lo había visto. Recién lo pude ver después, o a lo mejor él tuvo que pasar por tantas cosas, para que yo sintiera que era el hombre para mí. La verdad que ha sido muy lindo encontrarlo a él, es muy buena la vida con él.
Vivimos en Villa Allende muchos años juntos, que era donde yo había vivido con mi primer marido, y después había vivido separada, con mis hijas. Pero en ese tiempo, Alberto compró un terreno donde hicimos la casa donde estoy ahora, ya pensando en venir aquí los dos, cuando mis hijas terminaran el secundario, y ya se quedaran solas.
Pero claro, en la casa de Villa Allende, fue creciendo la biblioteca, y la casa porque era pequeña y yo la amplié, crecieron las hijas, creció mi vida profesional, creció la escritura, empecé a publicar, todo sucedió en esos veinte años allí, desde el año ‘84 hasta diciembre de 2001, que es el tiempo que viví yo en esa casa, en la casa de Villa Allende. Y entonces, cuando sacamos las cosas de esa casa para mudarnos a esta, en esta habitación donde yo estoy ahora, que es mi escritorio, el lugar donde escribo, con cajas de libros y demás, encontré un libro de Voltaire que yo no leía y estaba cerrado desde hacía mucho tiempo, que había sido de mi casa, de mis padres.
Y en ese libro, encontré dos fragmentos de cartas de mi mamá, que fueron muy reveladores, porque en una de ellas, me cuenta de un modo…no sé, metafórico, periflástico, no sé cómo decirlo, que a Alberto lo han llevado preso, y también me cuenta otro par de cosas, me dice que han ido con una tía mía -su cuñada sería, la esposa de mi tío, del hermano de mi madre-, a Córdoba, y que cuando iban por la calle hacia el médico , vio que agarraban a una chica y la metían en un auto y la chica gritaba: «Me secuestran, me secuestran». Y también me cuenta que en época de escasez e hiperinflación, había ido a Villa María, o sea, a sesenta kilómetros del pueblo, y había conseguido, ya no me acuerdo si dos o tres o kilos de azúcar, que no se conseguían en mi pueblo. Así que, esas tres cosas, bueno, me producían una percepción de la dictadura en sus detalles más significativos, diría.
Lo cierto es que sentada frente a los libros pensé en una novela, se me vino la idea de una novela donde una mujer mirara, viera, encontrara cartas de su madre. Pero claro, después todo va cambiando, porque pensé: «Si uno está en la casa de su madre mirando cartas, no va a encontrar las cartas de su madre, sino las que le mandaron a su madre». Y bueno, pero en torno a esa idea, más que idea, esa suerte de revelación que tuve en ese momento, bueno, ahí sentí que nacía «Lengua Madre». Por supuesto que después demoré en empezarla y cuando la empecé, demoré bastante en escribirla como unos cuatro años me parece. Aprovecho para decirte, que acaba de salir en Italia, en italiano. Muy conmovedor para mí. Y que estoy yendo al Salón Editorial de Torino ahora en mayo a presentarla. Imaginate, Torino. Mi papá nació y se crió a diez kilómetros de Torino.

Así nos contaba ella, que estuvo allí, como ahora entre nosotros; a su regreso.


Teresa querida:
Cartas, de eso terminé hablando ayer, después recibí tu correo y como en una historia interminable, para seguir avanzando, volví a tus libros, los míos, los que vos escribiste sin saber que yo sentiría al leerlos que los habías escrito para mí, y recordé haber leído en alguna entrevista que vos decís que la lectura es un encuentro, muchas veces azaroso.
Un encuentro en el que el escritor y el lector descubren en diferido que hay otro que lo comprende. Por eso un libro es un espacio tan potente de comunicación entre los hombres.»
Y sigo, entre incendios y cartas, este viaje. Las entrevistas son para mí, eso, un viaje fantástico, en el que vuelvo a descubrir lo que me conmovió del entrevistado, lo que su escritura me dijo, lo que yo descubrí, lo que hice mío. El destino final de cada entrevista es, en cierta forma, como vos has dicho alguna vez: “una cierta variante del eterno retorno”, “el fin que remite otra vez al comienzo”; o sea, un modo de dar las gracias por tanta generosidad.


M. En La luna y las hogueras, la obra póstuma de ese otro piamontés que fue Cesare Pavese, el protagonista regresa a la tierra de la cual partió a hacer la América, idealizada sin duda por el tiempo y la distancia. “Siempre pienso cuánta gente debe estar viviendo en este valle y en el mundo a la que justo ahora le sucede lo que a nosotros nos pasaba entonces, y no lo saben, no lo piensan. Quizá es mejor así, mejor que todo se esfume en una fogata de hierba seca y que la gente empiece de nuevo.”

¿Creés en esa triple imposibilidad que observan los estudiosos de la obra; la de regresar al origen, de averiguar nuestro nombre verdadero y de encontrar un sitio en el mundo?

Me preguntás lo de Pavese, lo de la Luna y las hogueras. No sé si has leído alguna vez, yo escribí algo en algún momento, creo que primero para mí y después para Página Doce, en un aniversario de la muerte de Pavese. Pavese nació y se crió en un pueblito de las Langas, Santo Stefano Belbo, que queda muy cerca de donde nació y se crió mi papá, y Pavese se mató en Torino, en un hotel donde vivía también una mujer que vivía ahí por temporada, que tenía su casa frente a la casa de mi papá y que ellos llamaban «la signorina», hija de un coronel retirado de la primera guerra. Bueno, todas esas cosas que han llegado a mí en forma de mito, cobraron sentido, al empezar a leer Pavese en la universidad, cuando comencé a estudiar la carrera de Letras y cuando hice la materia Literatura Italiana. Lo vimos y entonces, bueno, yo me fasciné. Entonces, cuando fui a mi casa, el primer fin de semana que fui a mi casa, le conté a mi papá que había descubierto un escritor piamontés enorme, y entonces él me dijo: «Ah, Pavese. Yo lo vi». Él no lo había leído, pero sí lo había visto.

Mi papá (es el de la derecha) con su amigo Paolo en Italia, a poco de terminada la guerra. En Torino.

El cuento es que una prima segunda suya más grande que él, era de Santo Stefano Belbo, y había sido vecina de Pavese cuando este era chico, jovencito; así fue que un día se lo encontraron en la calle, y el hombre paró y conversó con la vecina, o la ex vecina, y le habrán presentado a mi papá que era un muchachito. Eso, no más es el pequeño mito familiar. La obra de Pavese es enorme, un escritor completo, que escribe narrativa, poesía, ensayos, que edita, bueno, justamente la idea máxima que tengo yo de un escritor. Un escritor como un intelectual que hace muchas cosas, no solamente escribe un cuento, una novela, sino que además piensa la sociedad en la que vive, opina en esa sociedad de modo público, intenta que la palabra construya algo, en ese mundo en el que vive. Eso es para mí un escritor, alguien que no vive en una burbuja, sino que se cierra sobre sí mismo para escuchar los ecos del mundo, para escribir; y a la vez, de tanto en tanto, sale al mundo para decir algo de lo que piensa. Eso que piensa y siente, y en realidad se ha amasado al calor de las voces de los otros. Siempre siento eso, que lo que uno encuentra en lo más hondo de uno mismo, es el eco de las voces de los otros. O sea, que lo individual es profundamente social.

En cuanto a la pregunta que me hacés, yo no tengo esa mirada tan idealista de Pavese. Me parece que no es posible regresar al origen, porque ese origen del que él habla y en el que estamos pensando, es en realidad un origen que está en la memoria. Entonces, quizá sólo se puede regresar en la memoria. Hay una frase de él que yo la puse en “Stefano”, en el sentido de que vivimos dos veces las cosas, cuando las vivimos y cuando las recordamos. En ese sentido, en el sentido de memoria, yo creo sí, en un regreso utópico a lo vivido, no en el sentido de lo real. Ahora sí, creo en la posibilidad de encontrar un sitio en el mundo, no de un modo platónico, como encontrando nuestro nombre verdadero, me parece eso un poco más idealista, más platónico. Pienso en encontrar un lugar en el mundo, que es un lugar en el cual nacer o un modo de estar, a través del cual podamos hacer algo con los otros, por los otros.


Cuando se establece un diálogo entre dos personas, cuando se experimenta una verdadera comunión, no hay más que escuchar. Pero escuchar bien, para escuchar el bien.

Rafael Echeverría, en sus textos Ontología del lenguaje y Escritos sobre aprendizaje, cita a Moisés Cordovero: “El secreto del escuchar sublime es escuchar el bien.”


Querida, lo que te quería decir es que yo pensé que nunca iba ir a Italia; la primera vez que fui tenía 40 años, era la primera vez que viajaba al exterior, gané una beca de la Biblioteca Internacional para la Juventud en Munich, la Internationale Jugendbibliothek, y estuve tres meses en Munich leyendo literatura latinoamericana, literatura infantil – juvenil latinoamericana y cuando terminó la beca me fui a Italia, a conocer a mis familiares. Mi papá ya había muerto, murió en el ‘90, y esto fue en el ’93, todavía alcancé a conocer a mi tía y a mis primos hermanos, porque mi papá nunca había vuelto, nunca había querido regresar. Teníamos mucha relación epistolar, muchas fotos, y fui a conocerlos pensando que sería la única, la sola vez. Bueno, no fue así, la vida me trajo varias otras vueltas, he ido otras veces a Italia, varias, siempre por invitaciones, y en cada viaje, me he tomado unos días para ir.

Bueno, uno de esos viajes, cuando cumplí 60 años, fue un viaje que armamos con mi marido, un mes por la zona sur de Italia y después fuimos al Piamonte. Las otras veces, conocí ciudades como Venecia, Florencia, Roma, Milán, Padua, Verona, Torino, otra vez me invitaron a Bolonia, estuve en Siena. En algunos lugares más, en otros menos tiempo. Y la vez que fuimos con Alberto, estuvimos también en Sicilia, pero el año pasado me invitaron al festival de literatura de Mántova, y ahí estuve una semana. Fue muy bonito, y ahora estoy por viajar, el 17 de mayo viajo a Roma y a Torino, invitada al Salón Editorial de Torino. Últimamente estoy yendo una vez al año, hay varios libros míos publicados allá, “Lengua Madre”; “Stefano”; “La niña, el corazón y la casa”; “El país de Juan”; “Veladuras”; y el libro de ensayos, “Hacia una literatura sin adjetivos”.

Te cuento que una de las veces que fui, uno de mis primos me llevó a un paseo precioso por las colinas, por la zona de las langhe, que es la zona del pueblo de Pavese, recorrí todos esos pueblitos cercanos a Santo Estefano Belbo; saliendo desde Torino, yendo por toda esa zona de avellanos y de uva Moscatel, un paseo muy lindo. Fuimos también a la casa museo de Pavese, y a la casa donde él vivió, que ahora tiene un pequeño restaurante. Fue muy conmovedor, uno de los paseos más bonitos que hice. No sé por qué vine a parar acá, por mi amor a Pavese seguramente.

¿Qué me gusta a mí de Pavese, además del escritor enorme que es? ¿O qué me hermana con él? Es que hay algo, él hace brotar lo piamontés por debajo de la lengua italiana, y yo me crié, descendiente de una familia Piamontesa, en una zona donde se hablaba mucho el Piamontés, y donde el castellano tiene una cierta pregnación de lo piamontés, y de lo italiano también, claro. Bueno, ¿seguimos con la otra pregunta?

M. El incendio alegre, esa parábola de Kierkegaard, cuyas primeras líneas sirven como epígrafe de tu obra El incendio: “En un teatro se declaró un incendio entre bastidores. El payaso salió para dar la noticia al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas…”, anticipa no solo lo que se va a narrar, sino el catastrófico final, y es señalado como una muestra de la literatura sin adjetivos. Ni infantil, ni juvenil, ni para adultos. Si bien nos queda claro el concepto, te preguntamos, ¿es en verdad posible una literatura que prescinda totalmente de categorizaciones?, ¿hay alguna obra que desaconsejarías para el público infantil?

Sí, por supuesto que hay muchas obras que más que yo desaconsejarlas, el público infantil no las leería por su complejidad, sobre todo por su complejidad de escritura, por su extensión y demás.

No estoy diciendo que todo, todo lo que se escribe, lo puede leer un niño, y además no es lo mismo un niño de 10 que uno de 3 o que uno de 2, o un jovencito de 14 años. A lo que voy, es a que importe más el sustantivo que el adjetivo, que sea más literatura que infantil. Y también me interesa mucho forzar esos límites para llegar a más y más complejidad o ampliación de lectura o diversidad de lecturas en un niño o un joven. Esa es la idea. No es el hecho de que yo le puedo dar, ¿qué sé yo? Un libro de Agamben (Nota de M: Giorgio Agamben, italiano, autor del ensayo Infancia e historia) a un niño y el niño igual que un adulto lo va a entender. No estoy diciendo eso. Por otra parte, existe un campo de la literatura infantil, que es un campo me parece a mí de construcción de lectores, de cómo se puede construir como lector a un niño o un joven. Y en ese sentido hay selecciones, teorizaciones y demás. Pero creo mucho más en la selección que puede hacer un mediador, un maestro, un profesor, un bibliotecario, que en un libro que venga ya etiquetado desde el comienzo como: «Este es para tales edades, este es para tales otras». Esa es la idea.

M.Las palabras aparecen para nombrar lo que falta y en ese sentido reconozco dos faltas que me nutrieron: los relatos idealizados de mi padre acerca de su tierra, su familia y sus amigos a los que nunca ya más vio y el deseo de escribir no realizado de mi madre.” ¿Te alcanzaron las palabras para nombrar toda ausencia?

¿Si me alcanzaron las palabras para nombrar toda la ausencia? No… No… No me alcanzaron, por eso sigo escribiendo, siempre uno está buscando ahí suturar algo, curarse de algo, de alguna falta, que a veces ni siquiera sabe en qué consiste esa falta, de alguna tristeza, del vivir, me imagino, ¿no? Así que no… No, las palabras no alcanzan, y porque no alcanzan uno lo intenta otra vez y otra vez.

M.Cada libro me internó, por así decirlo, en alguna zona de lo humano que me costaba o me cuesta todavía comprender.” La escritura, con la publicación y el reconocimiento, ¿dejó de ser vicio o consuelo?

No, siguen siendo todo eso, un vicio, un consuelo, una costumbre, un refugio. También tienen mucho de trabajo, para que ese vicio, ese consuelo, ese refugio, esa búsqueda del deseo alcancen la mejor forma posible, porque el deseo también está en eso, no solamente en escribir, sino en hacer que esa escritura esté lo más cerca posible de eso, a lo que yo aspiro, eso, a lo que no se llega nunca.

M. Tu escritura se resiste a los encasillamientos, y vos misma has señalado que en la construcción de la propia estética, muchas veces se producen cruces de géneros, y que en tu caso “no se trata de un acto deliberado de rebeldía, se trata más bien de algo muy profundo y lejano, algo que tiene que ver con la búsqueda de una verdad personal.” Soren Kierkegaard dijo: “Debo encontrar una verdad que sea verdad para mí.”¿Vos, has encontrado esa verdad?

Y me decís si yo he encontrado una verdad, que sea verdad para mí. Sí, he encontrado verdades, que son verdades para mí, pero son precarias, y a veces me abandonan, y aparecen otras. Lo que no he cesado de encontrar en mí, es el deseo de buscar, eso ha estado siempre, y el deseo de ir más allá y la autoexigencia que es algo que a veces incluso me reprocho. O sea, las formas de rebeldía que he tenido han respondido más a mi cabeza, a mi libertad de pensamiento, o a la búsqueda de libertad de pensamiento y de sentimiento, que a los hechos en concreto porque en la vida cotidiana, aún de joven siempre fui muy… ¿cómo diría? Considerada con los otros, siempre el amor hacia los otros ha sido muy fuerte como para espantarlos en una cosa más egocéntrica de mi pura rebeldía, entonces la rebeldía ha sido una rebeldía más de pensamiento.

M. En Ribak, Reedson, Rivera. Conversaciones con Andrés Rivera, se le pregunta al entrevistado, cómo lo autobiográfico se convierte en ficcional. Por ejemplo, Lengua madre, ¿cuánto refleja de tu experiencia personal? ¿cuánto de la que quienes fueron callados?

Ay, me lo nombrás a Andrés Rivera, que ha sido tan hermoso encontrarlo en la vida, nos hemos querido mucho, yo lo he querido de un modo, casi diría filial. Bueno, y ese libro fue fruto de largas conversaciones que hicimos junto con Lilia Lardone, en su casa, en la casa de Andrés, pero también fue posible porque lo conocíamos desde hacía muchos años, y nos encontrábamos desde hacía muchos años a tomar café, a comer. Le encantaba comer, comer carne, así que, como a mí también me gusta comer, éramos buenos socios en eso. Tuve la suerte de conocer un Andrés muy íntimo, muy lleno de ternura, muy divertido, con una cosa irónica, un humor negro así muy interesante, que no era me parece tan del Andrés público.
“Lengua madre”, como todos mis libros, refleja muchos aspectos de lo personal. Pero lo personal en ninguno de mis libros es autobiográfico, aunque todos tengan rastros de mi vida, y de las cosas que he visto, o vivido, o visto, o sentido, o escuchado. Ninguno de mis libros es lo que se diría autobiográfico. ¿En qué sentido? En el sentido de que mi interés no está en contar mi propia vida, sino en contar vidas imaginarias, siempre despertadas por algo que vi, algo de lo real, contar vidas imaginarias y cuando lo necesito, a esas vidas prestarle algunos rasgos, o míos, o de gente que conocí y demás. Es como que la experiencia autobiográfica está diseminada en los libros de un modo estallado, como alguna que otra astilla de la propia vida, ha ido a encarnar en un relato de ficción.

M. Se preguntó Andrés Rivera y te preguntamos: ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía?

Qué derrotó a la utopía…ay. No sé, vamos reciclando esas utopías, todas las veces, vamos buscando otras, pero me encontrás en un momento social en el cual lamento mucho estar más lejos de la utopía que hace unos pocos años. Entiendo en este caso la utopía como algo de la comunidad, algo social, el deseo de una sociedad más justa. El deseo de una sociedad un poco más inclusiva, el deseo de una sociedad un poco más amable, más abrigadora.

M. ¿Creés como él que si bien no hay lector que le dicte a un escritor lo que debe escribir, sí hay una representación del lector ideal, hecho a semejanza del narrador, con el cual poder medirse?, ¿se escribe para ese lector ideal?

Sí hay un lector, una representación del lector ideal, eso que en la crítica o en la investigación se llama el lector modelo y ese lector está hecho sí, a semejanza del narrador porque es un lector que hubiera leído lo que yo leí. O sea, que es casi diría una suerte de desdoblamiento de mí misma. Escribo para ese lector, esa lectora que yo soy, no en el sentido de mí misma, sino en el sentido de ese tipo de lectora que yo soy, con esos recorridos y demás. Por eso Borges, creo, dice que es mejor lector que escritor porque, digamos, el techo de un escritor son sus lecturas y su modo de ser lector. Entonces, eso está por un lado y eso está mientras escribo. Ese diálogo de la escritora que soy con la lectora que soy.
Pero también hay cuando escribo, algunas otras representaciones de lectores reales, dos o tres personas, muy buenos lectores que he encontrado en la vida, o que a veces no son personas que conozco directamente, no son amigos, sino personas cuya lectura me gustaría que existiera cuando el libro esté terminado, digamos, como un horizonte lector. Algunas son reales, concretas y están a la mano, porque son conocidas, son amigos, son gente con la que comparto eso. Y otros son lectores reales, pero a la vez ideales o idealizados a los que me gustaría satisfacer.

M. En la sede del Instituto Cervantes, de la calle Alcalá de Madrid, en cuyo sótano existe una cámara acorazada, hay una cápsula del tiempo, en la que las personalidades de la cultura hispánica, depositan su legado en cajas de seguridad que no podrán ser abiertas hasta la fecha que cada quien considere oportuna, la cual debe ser fijada. ¿Qué pondrías en tu caja de las Letras?

Lo de la caja de letras en el Instituto Cervantes, no sé. No sé. No sabía que tenían ahí una y que las personalidades depositan ahí en esas cajas, algo. Me parece que si algo queda, de lo que uno ha hecho, quedará en el corazón de los lectores, y ojalá… no sé, no sé qué pondría ahí, la verdad, no tengo idea. No sé si pondría también algo ahí, es el corazón del otro lo que me interesa.


Teresa querida:

Y acá estoy, después de haber publicado la reseña de Lengua madre; se me impuso a cualquier otra que tuviera en mente. Como anduve con vos por estos días, y repasé los versos de Pavese/Kodak, me acordé de mi madre, de mi propia historia, de mi hermana Susana que murió más grande de edad que tu Ana, y volví a esa novela que tanto me dijo.

Te la comparto https://megara.com.ar/lengua-madre/

Además, quiero precisar algunos datos biográficos como siempre hago. Cuál es la fecha de tu nacimiento, a qué edad te graduaste en la Universidad. En qué año habías ingresado.

Por cierto, no te pedí unas fotos, las que quieras que ilustren la historia que vamos tejiendo. De cuando vivías cerca del asilo de enfermos mentales, que durante  tu infancia, era el más grande de Sudamérica. De tu época de universidad, de tu familia grande, de la que formaste después. Más recientes.

De objetos que sean parte de vos, de cosas o paisajes perdidos.

Un abrazo, Sandra.


Mi querida:

Muy pero muy conmovedora tu reseña de Lengua madre, más que una reseña, una conversación entre las dos. Eso que decía yo que uno busca alguien que lo comprenda, porque eso que contás de vos y de tu madre.

Vos sabés que no pude evitar emocionarme pensando más que en vos, en tu mamá, en lo que ella pudo haber esperado para que vos la encontraras. Me conmueve mucho eso. Me encantó y, a la vez, me punzó también leerte, leerte en ese encontrar en la novela algo de lo que yo también encontré mientras escribía, pensando en eso… bueno, en cómo a veces nos cuesta comprender a nuestras madres y cómo también a veces a nuestros hijos les cuesta comprendernos a nosotras, o a veces también nosotras a ellos. Pero, sin embargo, me parece que hay algo…uno está más dispuesto, más abierto a entender a los hijos, de lo que un hijo está dispuesto a entender a una madre. 


M. Has explicado que Kodak es un libro pequeño en cantidad de poemas y muy extenso en su tiempo de realización, escrito para transitar el duelo por la muerte de tu hermana. ¿Qué es lo más doloroso de la muerte, de la ausencia; lo que quedó sin decir o sin vivir o lo que se compartió?

Bueno, ya a esta edad uno tiene generalmente varias personas muy queridas que han muerto, y me parece que es distinto según la edad, según la situación de la persona que se muere, y según nuestra relación con esa persona. La muerte de Ana para mí fue la más tremenda. Probablemente porque, por un lado, está todo lo que a ella le faltaba vivir, todo lo que ella hubiera querido vivir y no pudo. Todas sus ganas tremendas de vivir y su hiperconciencia de la enfermedad.

Ana era bioquímica, una mujer muy inteligente, bastante cerrada, dura consigo y, a la vez, muy profunda y muy, muy capaz. También con una profesión que conocía de enfermedades, así que iba sabiendo cada cosa, lo que venía, cómo sería el horror de lo que venía. Eso era tremendo, soportar, acompañarla en esa angustia, a ella que no permitía que la engañáramos, ni le mintiéramos, ni le doráramos la píldora. Fue muy tremendo. Y también, por otro lado… no sé, de algún modo la culpa de sobrevivir, eso me ha costado bastante, sí. Me costó bastante porque ha habido muchas simetrías con ella. Yo tuve un cáncer a mis veintiocho años y bueno, me curé. Y ella tuvo uno y la enfermedad avanzó y murió.

Después hubo otras muertes muy duras, la muerte de mi padre. Lo que pasa es que murió tan de golpe, murió creo de tristeza, por la muerte de mi hermana, cuatro meses después. Y los duelos ahí se mezclaron, no sé… Recuerdo así unos años muy, muy pesados en cuanto al duelo, y en algún punto son años en los cuales también se superpone el enamorarme de Alberto, creo que eso me salvó de algunas cosas. El amor me salvó de la tristeza más definitiva.  

M. Si cada libro te internó en alguna zona de lo humano que te costaba o te cuesta todavía comprender. ¿El árbol de lilas a cuál zona de lo humano se corresponde?

“El árbol de lilas”…ay, no sé. Es comprender cómo a veces estamos cerca de las cosas y no las vemos, o cerca de las personas que amamos, más que las personas que amamos, cerca de las personas que podrían hacernos felices y dentro de la precaria felicidad que da la vida, y no lo vemos.

Es como ese cuento de Borges. El hombre que sueña que hay un tesoro escondido, enterrado en el otro extremo del mundo. Y que va, y cruza el mundo, y va hasta ese tesoro y cava ahí y no hay nada, y entonces cruza otra vez el mundo, vuelve a su casa y cuando cava en el patio de su casa, ahí están las monedas de oro. Es una idea muy antigua, de buscar lejos lo que tenemos cerca, de no poder ver. Hay una frase de Antonio Machado preciosa que dice: «Tengo un pozo en mi casa y no lo puedo beber». El amor. El árbol de lilas tiene que ver con eso, tiene que ver con que Alberto había estado cerca de mí, había estado de jovencitos y había querido que estuviéramos juntos, y yo no. Después la vida nos llevó por tantos lugares distintos, me refiero a lugares internos, distintas personas, pero claro, con muchos puntos en común, entonces encontrarnos, fue encontrar todo eso.

M. ¿Del círculo familiar, cuál ha sido tu lector más devoto y cuál el más crítico? ¿Ana llegó a leerte publicada?

Ana murió en diciembre del ‘89 y yo empecé a publicar en el ‘93, así que ni Ana, ni mi papá, que murió en abril del ’90, vieron nada publicado. En general le doy a leer a Alberto y a mis hijas. No todo a todos, no las mismas cosas porque también ellas tienen muchas cosas y yo a veces he pensado que puedo ser pesada pidiendo lecturas. Alberto sí, lo hace, me lee y él se encuentra mejor, quizá, con todo lo que tiene que ver con mis ensayos, con mi pensamiento, porque conversamos mucho en torno a ideas y lecturas, políticas o de pensamiento y demás. Igual me lee los cuentos, las novelas, igual me las lee.

Juana Luján, mi hija más grande, que es poeta, me lee los poemas. Eso sí, seguro, y me dice cosas. Esto es de estos últimos años, estos últimos, qué sé yo, diez años. Josefina ha leído más las novelas. Igual tengo dos lectoras,  dos amigas que son escritoras, a las que les paso todo lo que hago, y una de ellas, Lilia Lardone, bueno, siempre me hace unas devoluciones muy fuertes. Después, a veces elijo algún otro lector que es sólo de un libro, porque a lo mejor estoy próxima a esa persona, en ese momento, o porque algo del asunto la toca. Bueno, por alguna cuestión así. Entonces, no es que tengo un lector que está esperando todo lo que yo escribo. Al contrario, yo siempre siento que estoy en deuda con los demás. Es una característica de mi personalidad, así que yo cuando pido lectura siento que me hacen un favor. No es que hay alguien que está esperando para que le lea todo, como para leer todo lo que escribo. Yo tengo esa sensación de que el mundo no me debe nada. Al contrario, yo le debo al mundo muchas cosas. Me ha dado mucho la vida.

M. Tengo entendido que sos muy rigurosa en lo que atañe a la traducción, que defendés nuestra lengua y la esquivás, porque una palabra que cambia puede desbaratar el tono buscado, su naturalidad o coherencia, aspectos todos en los que se asienta la verdad de un texto, más incluso que la historia que se cuenta.

¿No existen alternativas para la edición de alguna obra en particular, como “El país de Juan”, en otros países de nuestra lengua o de otras lenguas? Me pregunto qué hubiera pasado si no se hubiera traducido a Shakespeare, por poner un ejemplo. ¿Cuándo una obra tuya es traducida, cómo controlás el resultado final?

Me preguntás por las traducciones. «El País de Juan» tiene muchas traducciones, tiene traducción al chino, al esloveno, al italiano, al portugués. «Stéfano» está traducido al alemán, al italiano, al chino, ahora al esloveno, al macedonio, al portugués. Varios otros libros míos también. Han salido varios libros en Italia, varios en Brasil, varios en China, dos en Eslovenia, algo en turco, en coreano, en alemán, en gallego. Traducción a otro país, a otra forma del castellano, no, o sea, en otros países de nuestra lengua han salido esos algunos libros míos, pero tal cual han salido aquí. Por ejemplo, «El país de Juan» ha salido en México, en Colombia, acá, y en España, y siempre ha salido con el mismo texto; yo he defendido muchísimo mi castellano, es un castellano argentino y depende de cómo sea la obra escrita, tiene una cierta particularidad, pero nunca la cambiaría para que se publique modificada en otro país de habla castellana.

En cuanto a las otras lenguas, bueno, es siempre muy complejo lo de la traducción. Al portugués varias de las cosas que han salido en Brasil son traducidas, fueron traducidas por Marina Colasanti, lo cual es un lujo realmente. En Italia, la mayor parte de las traducciones son de Ili de Carmigniani, que es una traductora considerada la más importante traductora, la más fina traductora del castellano al italiano. Además, tanto del Portugués como del Italiano yo puedo percibir un poco el tono, puedo entender lo que se dice, etcétera, lo cual me permite seguir esa traducción. “Stéfano” está traducido al gallego, también.

Con respecto al alemán, bueno, mi marido vivió muchos años en Alemania y aunque su lectura del alemán no es una lectura literaria, sí tenemos amigos que son absolutamente bilingües. A ellos les pedí que leyeran “Stéfano” y “La Mujer en cuestión”, que son los dos libros que han salido en alemán, y bueno, hice chequear un poquito eso y sé que la traducción del último texto es muy buena porque ha salido una crítica en un diario de Zurich hablando, digamos, maravillas de la novela. Hace unos años que salió. Es una novela que se ha vendido muy poco en la traducción Alemana, pero que ha tenido muy buenas críticas.

Luego lo otro, el Chino, el Coreano, el Macedonio, no sé, entregarme a lo que suceda. Ahí no puedo revisar nada. De todas maneras, lo que a mí más, por supuesto que me interesa mucho la traducción, pero lo que más me preocupa es que lo que sale en mi lengua, o sea, escrito por mí, sin mediación. Que sea tal como considero o quiero que sea el uso de mi lenguaje.

Siguiendo con la traducción, en todos los casos los traductores me han preguntado cosas y yo, así como me ves que soy con vos, me explayo en cuanto detalle hay, para ayudar a que la cuestión sea lo mejor posible. A que salga lo mejor posible.


M. En «El oficio de vivir», Pavese señala que “En la inquietud y en el esfuerzo de escribir, lo que sostiene es la certeza de que en la página queda algo no dicho”. ¿Coincidís con él?

Coincido absolutamente con esa frase de Pavese, hay que escribir de tal modo, y eso es lo más difícil, escribir de tal modo que en la página permanezca algo de no dicho, ese algo de no dicho que hace que el lector siga adelante, hasta encontrarlo o esperando encontrar eso no dicho.

M. Pensando en Lengua madre, como lo hice con Liliana Bodoc, quien considera que “La literatura es mucho más poderosa que el panfleto”, se me ocurre preguntarte: ¿creés que la literatura tiene un rol social?

Con respecto al rol social de la literatura, es complejo. Te voy a mandar la ponencia que leí en la apertura del Congreso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil de Ibi, que se hizo ahora en el marco de la Feria del Libro. Le puse resistencia porque hay una parte en la que hablo específicamente de la política, de la política del arte. Tomándome de unas palabras de Jacques Rancière, de un libro precioso suyo que se llama «El espectador emancipado». Rancière compara el arte -él está pensando en el teatro, pero podemos extender-, con la política; en el sentido de que lo político en el arte, es la posibilidad de crear un espacio de disenso.

O sea, yo creo que es muy importante, que el arte tiene una función política, pero no es que una función de mímesis, de contar, de denunciar cosas tremendas para que el lector vea, que copien lo tremendo que sucede en el mundo. A mí me parece que el lugar político del arte, está en poder generar un espacio que produzca disenso, que le permita a quien lee, ingresar con su propia palabra. Se conecta con eso de Pavese de lo no dicho.

Un lugar donde lo dicho instaura un no dicho, donde quien lee o quien escucha puede ingresar. Un lugar donde ingresa la palabra del otro. Eso es lo verdaderamente político. Lo que nos enseña la literatura, el arte, nos enseña a disentir, nos enseña a discutir, nos enseña a conmovernos. Eso es. No es una denuncia temática la cuestión, no pasa por ahí, pasa por algo que se construye con las palabras, que a veces, también puede tener una coincidencia temática con algo que está sucediendo socialmente en el mundo, pero no exclusivamente. Y por supuesto, siempre es una experiencia de lenguaje, porque si no podemos hablar de los males del mundo, de la manera más conservadora posible y eso no va a producir ninguna acción política, en el sentido de la política del arte.

Y claro que la literatura es mucho más poderosa que el panfleto, porque el panfleto lo que hace es decir, es bajar una idea para que el otro la tome. Y la literatura, el arte, lo que hace es generar un espacio, para que el otro construya sus ideas, sus sentires, para que el otro no sea hablado por otros, sino que encuentre su propia palabra.

M. Y aunque seguiría, claro, vamos con la última pregunta, o para nosotros la ya instituída como “la pregunta de Mégara”, siempre con la convicción de que en todo final está el germen de un nuevo comienzo. Teresa, ¿cómo hacer para “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”, como dice Italo Calvino, en Las ciudades invisibles?

Bueno, a la inmensa pregunta de Calvino en ese libro increíble de «Las ciudades invisibles», bueno, uno… de eso se trata la búsqueda, ¿no?, uno va buscando, bastante a ciegas, qué y quién, en medio del infierno, no es infierno. Me entrego bastante a mi deseo, por una parte, y a algunas convicciones por la otra, convicciones que me sostienen y algunas personas, que también me sostienen. Y luego, con eso me lanzo.

Me equivoco mucho, pero también rectifico el camino y siempre voy buscando. Nunca, digamos, en medio de la conciencia por un mundo que es muy duro, cada vez más duro, nunca he dejado de ser esperanzada, diría; esperanzada en encontrar en medio del infierno, lo que no es infierno y hacer que dure, y dejarle espacio, porque también no sólo es infierno la vida, es milagro.


Y se hizo noche, después de toda una tarde compartida.

Teresa y yo.  Ana, su hermana. Susana, la mía. Su madre, maestra sin serlo; mi madre, maestra sin ejercer. Madres. Mujeres. Padres e historias.

¿Qué más decir? Como ya dije, que hay que saber escuchar el bien. Que cuando escuchamos, aprendemos, que aprender nos hace libres para hacer y decidir y opinar, desde lo singular a lo plural.

En su libro «La lectura, otra revolución», hay un capítulo que se llama: Que todos signifique todos, pero ¿qué es todos? En ese capítulo, comparte un repaso por tres figuras de la literatura para niños, uno de ellos, Hans Christian Andersen. Habla de la hondura, la complejidad y la sutileza del escritor danés, de la riqueza de su obra, de esos clásicos como “El patito feo”, “La pequeña vendedora de fósforos”, “Las zapatillas rojas”, que tanto hablan de la tremenda necesidad de inclusión que habita a esos personajes en absoluta soledad, abandonados.

Quién no ha sentido tan solo, a veces, en un mundo de ¿iguales?, ¿quién no se ha sentido identificado, en alguna ocasión o circunstancia, con esos excluídos de las fábulas? Hablar con ella, escucharla, fue reafirmarme en la idea que la literatura, nos salva del silencio y de la injusticia y de las inequidades.

Si la literatura nos permite entrar en el corazón del otro, entonces evitarla nos ayuda a vivir anestesiados.” No la evitemos. Escuchemos. Leer es escuchar.

“Desde que existe, desde el comienzo de los tiempos, la literatura mira en lo humano singular, en la lucha de un ser humano entre lo que es y lo que quiere o puede ser. Ella busca una verdad que ni empieza ni termina en las palabras. Para lograr que esa verdad no sea solo de palabras, lucha contra lo oficial de una lengua y de una sociedad. Lucha contra la homogeneización de los discursos, nos invita a ser personas que piensan y sienten de una manera propia. En fin, aquello que Rodari un día nos enseñó: entrenarnos en el vicio de fabular para viajar hacia el corazón del hombre.”
Así dijo ella, en la ponencia que leyó en la apertura del Congreso Internacional de Literatura Infantil y Juvenil en el XXXIV Congreso Internacional de IBBY, en México, el 12 de septiembre de 2014.
Gianni Rodari fue un escritor, pedagogo y periodista italiano especializado en literatura infantil y juvenil. En 1970, Gianni Rodari recibió el mayor galardón internacional para un escritor de literatura destinada a los niños, el Premio Hans Christian Andersen. El que ella recibió en 2012.

En la biblioteca de su casa -por Irina Morán- (gentileza de la autora)

En «Gramática de la fantasía. Introducción al arte de inventar historias», de Ediciones Colihue, leo lo que escribió Rodari:
«Una piedra arrojada a un estanque provoca ondas concéntricas que se expanden sobre su superficie, afectando su movimiento, a distancias variadas, con diversos efectos, a la ninfa y a la caña, al barquito de papel y a la canoa del pescador. Objetos que estaban cada uno por su lado, en su paz o en su sueño, son como llamados a la vida, obligados a reaccionar, a entrar en relación entre sí. Otros movimientos invisibles se propagan hacia el fondo, en todas direcciones, mientras la piedra se precipita removiendo algas, asustando peces, causando siempre nuevas agitaciones moleculares. Cuando toca fondo, agita el lodo, golpea los objetos que yacían olvidados, algunos de los cuales son desenterrados, otros a su vez son tapados por la arena. Innumerables acontecimientos, o mini acontecimientos, se suceden en un tiempo brevísimo.
Quizás ni aún teniendo el tiempo y las ganas necesarios sería posible registrarlos, sin omisión, en su totalidad.
Igualmente una palabra, lanzada al azar en la mente, produce ondas superficiales y profundas, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, implicando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, complicándolo el hecho de que la misma mente no asiste pasiva a la representación, sino que interviene continuamente para aceptar y rechazar, ligar y censurar, construir y destruir.«

La palabra, cómo la decimos, cómo la escuchamos, qué hacemos con ella.
La palabra que cuenta la historia, la propia y la de los otros, las que han sido escritas y las que no pudimos contar, “aquéllas que escuchamos de niños, para que después, cuando se vuelve, como yo, a los cuarenta años, se encuentre todo nuevo, todo de nuevo, en la memoria.

(de Pavese//Kodak)

 «La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante.»

(El oficio de vivir, Cesare Pavese)

Sandra Patricia Rey
Sandra Patricia Rey
Autora del libro de cuentos Matrioshkas; Pegaso, un libro infantil ilustrado; y de los poemarios No hay más vuelos reales (Editorial En Danza) y Altar doméstico (La Ballesta Magnífica)

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