La luna desde la ventana

Siempre despeinada, siempre curiosa, siempre intensa
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La luna desde la ventana

A veces no puedo acompañar los acontecimientos, prefiero quedarme en la contemplación de lo que me provocan, introspectar, vaciarme de palabras que de tanto escribir y leerlas, a veces necesito callar para sentirlas de verdad; como cuando carecía de ellas.

La velocidad de las conexiones y la hiperconectividad, me alarman y me alertan, de tal forma, que a veces dejo de nadar contra la corriente y elijo flotar, volver a lo primario del agua y la succión después; dejar que desaparezcan en el remolino de su velocidad, las noticias, los mensajes instantáneos, los títulos catástrofe, los debates estériles, la violencia en todas sus formas.

La primera señal de alarma fue ayer, me enteré de la muerte de Ricardo Piglia, por un posteo y algo me hizo ruido, tardé dos horas en procesar el asunto y entonces fui yo quien posteó:

“En el día de Reyes, recién llegada a casa, con una rosca para el mate, me dispongo a estrenar la agenda, y mientras descubro que un 6 de enero de 1943 nació Osvaldo Soriano; me sorprende un posteo breve de Ariel Bermani. Entonces escribo en esa misma agenda: en 2017 muere Ricardo Piglia.

Me impresiona la inmediatez de las redes, casi tanto, aún hoy, como viajar en avión. Esa impresión de estar fuera del espacio y del tiempo.

La vida y la muerte y ese no morir del todo de algunos, me hace pensar en tantas cosas.

Venía de sacar las fotos y completar una entrevista con una pintora joven, la filmé pintando un mural al aire libre, al costado de las vías del tren. Se escuchaba nítido el canto de los pájaros y el de la brisa agradable de este viernes 6 de enero.

Mientras escribo, me sorprende un regalo de los reyes, que eran tres, como los volúmenes azul, rojo y verde de los Cuentos completos de Antón P. Chejov.

Vuelvo al posteo: «Chau, Piglia. Cada vez más huérfanos.»

Pienso en la gravitancia en mi vida de esa palabra. Huérfana estoy en la foto de Gath & Chaves, en la primera celebración de Reyes, sin padre, a los 9 años, casi diez; a los 42 me quedé huérfana del todo, con la muerte de mi madre.

«Sin padres, sin infancia, sin pasado alguno, no nos queda otra posibilidad que afrontar lo que somos, el relato que llevamos para siempre», escribió Osvaldo Soriano, que nació un 6 de enero; misma fecha en la que murió Ricardo Piglia, diremos a partir de hoy.

Después de ese posteo, como los caracoles, me metí para adentro e hice varias cosas. Admiré la luna desde la ventana del altillo, lo cual es todo un acontecimiento y debe tener que ver con la astronomía, aunque no me dio curiosidad saber cuál será el cuarto de su estado, que la cuelga bien alto en el cielo de mis portadas. Me distraje más bien, con un hecho que me complicó la foto de la noche de Reyes: la perspectiva. Estaba tan alta, que quedaba fuera de la foto, entonces me dediqué a mirarla, un largo rato. Pensé en tantas cosas que sería imposible contarlas, pero disfruté.

Tanto como de una cena sencilla después, en el Club de la milanesa, y desde las servilletas que te ponen sobre una mesa de madera rústica: “No somos lo que comemos. Somos lo que queremos”. “Mantenelo simple”. Sí señor, mantenelo, aunque el corrector te señale que hay un error y te lo marque en rojo y si escribís en cambio: mantenlo, el rojo desaparece. Mantené simple sin que te importe el rojo que termina de aparecer, de esa manera respetás tu esencia y además recordás la riqueza del lenguaje aprendido y la libertad para utilizarlo; un mestizaje del que no te olvidás.

¿Qué me hizo decidir a hacer la plancha un rato? Tanto ruido, tanto murmullo incesante, tanto cambalache en el siglo veintiuno también. Vuelvo a los  temas que me dan vuelta a partir de otros, de manera cíclica: la crítica y los críticos, el Olimpo o el olvido, el genio y el ingenio, las categorías, los encasillamientos; y sumo, ahora: pasar de una muerte a otra sin detenerse ni un segundo. Algo así esto último, semejante a reseñar solo novedades porque los otros libros, no existen. Voy para atrás y recuerdo, ayer murió Piglia, el lunes murió John  Berger; Alberto Laiseca, el 22 de diciembre,  seguido por Andrés Rivera, el 23, ambos antes de una nueva Nochebuena.

Uno de los reseñados de Mégara, Juan Forn, a propósito de la muerte más reciente, tituló su tributo, en Página 12: “El escritor que enseñaba a leer”. El Ñ, que acá llega un día antes, pero leí hoy, titulaba una nota sobre Berger: “El escritor que nos enseñó a mirar”. El escritor británico reconocía como primera vocación, la pintura, la que lo acompañaría toda la vida, hasta en los artículos como el inédito aún en castellano, que próximamente publicará Interzona, como integrante de “Confabulaciones” y que publica la revista: Una o dos páginas sobre la vigilancia, acompañado por un par de sus dibujos.

Berger cuenta una epifanía como nadador: “Los nadadores compartimos una suerte de anonimato igualitario. No llevamos zapatos ni marca alguna de rango, solo trajes de baño. Si uno por accidente toca a otro nadador al pasar, se disculpa. La ilimitada crueldad de la que somos capaces cuando estamos reglamentados y adoctrinados, es difícil de imaginar aquí al dar la vuelta para nadar el vigésimo largo”.

Un artículo inédito, una primicia.

Anoche, me disponía a compartir una primicia, que antes había anunciado para crear cierto suspenso. Para eso releía un fragmento de un libro del mismo autor, tan motivador como para citarlo en la foto de la noche de Reyes, que tomé finalmente, solucionando a mi manera, el problema de la perspectiva. Lo voy a reproducir completo:

«Así en los hombres como en los animales: por un mecanismo de supervivencia la vista siempre se detiene sobre aquello que se desplaza. Un latigazo involuntario inscripto en los genes. Lo súbito o entraña peligro o es alimento, la biología no ofrece muchas más opciones. Después de todo es muy difícil llevar a cabo una conversación en serio si en las inmediaciones se encuentra un televisor encendido; las pupilas derecho a la pantalla van.

     Quién habrá sido el primero en mirar hacia la noche sin la intención de buscar nada, siquiera sosiego. Libre de preguntas, solo detenido en lo ya quieto, en estado de absoluta indefensión: una inocencia rupestre. Por qué habría hecho semejante cosa. Ojos inmunes a las estrellas fugaces, los cometas y otros fueguitos. Pupila virgen de metafísicas.

     Ningún animal mira al cielo. Por eso el cielo, para los chamanes, siempre se encuentra lleno de animales…«

Este fragmento es parte del último capítulo (si es que pueden llamarse capítulos) de un libro poéticamente bello, que tiene como particularidad llamarse como el primer capítulo: Luciérnagas; redundancia que solo puede permitirse alguien que va detrás de la musicalidad de las palabras, y se mantiene al margen de todo lo que no sea la observación y la curiosidad perennes que campean en su obra.

El autor es Luis Sagasti, el libro es Bellas artes, y la primicia que nos dio no es tal, porque como la vista siempre se detiene sobre lo que se desplaza, la mía se vio atraída por su respuesta en un posteo de facebook, a alguien que le decía algo sobre un libro (nada que venga al caso), en la que comunicaba, palabras más, palabras menos, lo que me había dicho antes a mí:

“en mayo sale libro mío por Eterna Cadencia.

se llama Una ofrenda musical”

Para agregar seguidamente, ante mi solicitud de darme la primicia, ya que la entrevista viene demorada:

“pues la tendrás (es más, te voy a dar un fragmento)

novela a la manera de Bellas Artes

(que, otra primicia para vos) la tradujeron al francés y la están traduciendo al inglés)”

Lo demás fue un diálogo, digno de alguien generoso y desestructurado como él, que bien podría servir como apéndice para curiosos.

Lo que no queremos demorar más es la primicia de la novela Una ofrenda musical que en mayo publicará Eterna Cadencia; no sea cosa que el fragmento aparezca flotando en otro lugar de este espacio, y nos quedemos sin la exclusiva.

“Esa pequeña depresión que se alza por encina del labio superior y de la cual nadie sabe muy bien el nombre porque es inútil y no se daña se llama filtrum. Se forma cuando al embrión se le desarrollan los arcos branquiales, es decir, cuando éramos peces; casi al mismo tiempo comienza a formarse el oído.

Una leyenda hebrea cuenta que antes de nacer no hay nada que no sepamos, pero un ángel nos apoya su dedo índice entre los labios para que callemos y olvidemos. Así es como se forma el filtrum.

Solo los que nacen sin ombligo como Adán nacen sin filtrum, por eso Adán no calla y a todo pone nombre.

Eso sí, no hay música en el paraíso”.

Nos contó también que “la novela sigue la estructura narrativa, si es que así puede decirse, de Bellas Artes. Fragmentada, muchísimas historias y compendio de experiencias sonoras y del silencio. Digamos, que sigue la línea de Bellas Artes. Mucho Bach, Sherezada, Oliver Messiaen, Pete Townshend, japoneses varados en islas después de la guerra durante años, el Sargent Pepper, Mondrian, una pintura de Rothko, el ultimo Castrati, John Cage, la música en los campos de concentración. El sitio de Leningrado…. Pollock, un inédito de los Rolling, monasterios de clausura...”, y que más que como links de internet desplegándose en la pantalla, su escritura es, en sus propias palabras “enciclopedia lo sé todo”.

Sagasti nombró la enciclopedia Lo sé todo y yo me sentí por un momento, de 10 años, huérfana de padre, parada (o de pie, sí, claro) frente a la biblioteca de mi casa; ni en todos esos libros estaba la respuesta que yo buscaba.


Sandra Patricia Rey
Sandra Patricia Rey
Autora del libro de cuentos Matrioshkas; Pegaso, un libro infantil ilustrado; y del poemario No hay más vuelos reales.

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