La condición animal

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La condición animal

Juan José Saer decía que al narrar, “cada uno trata de entrar, infructuoso, en su propio río”, y después de leer y releer La condición animal, de entrar y salir de la lectura del primer libro de la rosarina Valeria Correa Fiz; me atrevo a decir que ella sabe de eso.

En ocasiones, la reseña de un libro no sucede a la lectura, aunque se tenga la intención de escribirla, queda en suspenso; hasta que un hecho fortuito, la provoca.

“La condición animal. Un sorprendente, crudo e intenso primer libro de Valeria Correa Fiz, argentina de la que no sé más que lo que cuenta la solapa y, la verdad, no cuenta demasiado. Los 12 relatos sí lo hacen… iY cómo!”. Así escribió Cristina Fernández Cubas, quien invitada junto a otros escritores, a repasar sus lecturas de 2016, para Babelia, lo incluyó entre los títulos elegidos, según publicación de El País, del ppdo. 17 de diciembre.

Al leerla, lo primero que pensé es en el poder de la síntesis, luego se me representó el que tiene la opinión, si proviene de alguien tan respetado, y finalmente me alegré por la autora novel de 2016: “un gran descubrimiento, una enorme sacudida, una apuesta rotunda por la buena literatura”, en palabras de  su editorial Páginas de Espuma.

Pero es verdad y no es verdad que no se sabe de Valeria Correa Fiz, más que lo que cuenta la solapa, concluí después de leer y releer el libro; y recordar lo que ella había escrito días antes, en las redes, a propósito de su viaje a la Argentina: “Rosario es y ha sido siempre tan importante para mí que en mi biografía literaria aparecen la ciudad y el río Paraná. Sus aguas fluyen en mí como otra sangre”.

Rosario, que siempre estuvo cerca, según canta Fito Páez; que tiene hasta su propia jerga, el rosarigasino o gasó, difundido en los ’80 por el actor cómico Alberto Olmedo; es tan importante para Correa Fiz, como lo era para Roberto Fontanarrosa, otro rosarino entrañable. Fue él, ante la observación periodística de una mirada rosarina siempre presente y perceptible en su escritura, aunque versara sobre otras geografías, quien contestó en algún reportaje: “No sé, la verdad. Tal vez una mirada que puede ser de perplejidad o de desconocimiento. Creo que una de las vertientes del cuento es, desde el propio asombro o ignorancia, tener algo interesante para contar. La idea básica siempre es la misma: “Mirá lo que es esto: ¡cuando vuelva y se lo cuente a los muchachos!”

Tal como dice Fernández Cubas, los relatos de La condición animal, cuentan ¡y cómo!, todo lo interesante que Valeria Correa Fiz tiene para contar; pero también cuentan sobre ella, sobre esa mirada que puede ser de perplejidad o de desconocimiento, como dice el negro Fontanarrosa.

Valeria Correa Fiz nació y creció en Rosario, Argentina, a orillas del río Paraná, y desde hace más de una década que vive en el extranjero, como reza la solapa “(siempre en ciudades que empiezan rigurosamente con la letra eme: Miami, Milán, Madrid)”, escrito así entre paréntesis, agregando que  “todavía conserva el humor turbio y sedicioso que le legaron las aguas del río”.

Con la letra eme también se escriben las palabras misterio, mundo, materia  y miedo; llevan eme las palabras maestro y magistralmente.

Pienso en la simetría cuidada de La condición animal, tres cuentos para cada uno de los cuatro capítulos del libro, identificados con los distintos estados de la materia: tierra, aire, fuego y agua. La dedicatoria de todo, solo para una persona, que sigue al índice, y la cita elegida, de El entenado, de Juan José Saer.

El entenado, es una novela que cuenta la historia del grumete de una expedición española por el Río de la Plata durante el siglo XVI, que cae en manos de los indios colastinés, pacíficos pero antropófagos, y es elegido para mantenerlo con vida. La vida en ese lugar, sin hablar su lengua, es un intento continuo de descifrar qué dicen y de encontrar respuestas a tantos interrogantes. Como entenado, se preguntaba: ¿por qué y para qué resultó elegido?, ¿cuándo se lo comerían a él?, ¿por qué no lo habían hecho?; y al volver a Europa, donde relató su vida entre ellos durante diez años, las otras preguntas: ¿quién es el civilizado y quién el primitivo?, ¿cuál es el poder de las palabras, la memoria y la escritura?.

“Esa vida me dejó –y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación– un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza” (Saer, 2006: 119).

 “Después, mucho más tarde, cuando ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance” (Saer, 2006: 140).

No creo que resulte casual la elección de la cita, ni la obra de la que proviene ni el autor de la misma. Saer nació en Serodino, una localidad ubicada a cuarenta kilómetros al noroeste de la ciudad de Rosario.Con una incipiente carrera literaria que combinaba con la docencia, viajó a París por una beca de seis meses, radicándose definitivamente en el extranjero,  aunque volvería con frecuencia  a la Argentina.

Saer optó por el realismo, en una época (la del boom), en que se privilegiaba lo fantástico, y de él poco se supo, quizás por aquél entonces solo lo que decía la solapa de sus primeros libros.

Correa Fiz impartió talleres de escritura creativa en Estados Unidos, en las ciudades de Miami y Weston y coordinó el Grupo de Lectura en Español para la cadena de librerías norteamericanas Barnes & Noble, durante cuatro años. Ya en Italia,  estuvo a cargo del club lectura de la Librería MeltingPot, de Milán, durante un lustro, y desde el año 2012 coordinó los talleres de escritura creativa y traducción, y los clubes de narrativa y poesía en el Instituto Cervantes. En la actualidad, en Madrid, realiza la misma labor en talleres y escribe asiduamente para las revistas digitales Aire Nuestro y Los Amigos de Cervantes, donde pueden leerse sus columnas: “El microrrelato de los viernes”, “Poemas escogidos”  y más recientemente el “Breviario“.

Juan José Saer, escribió poesía durante más de veinte años, en paralelo a la construcción de su enorme obra narrativa, y publicó solo un libro de poemas, cuyo título es sugestiva y aparentemente equívoco, El arte de narrar, publicado originalmente en 1977, con posteriores ediciones, sucesivamente aumentadas, en 1988 y en 2000; quedando así reunidos poemas fechados entre 1960 y 1987. “A partir de 1960, mi trabajo literario ha consistido principalmente en tratar de borrar las fronteras entre narración y poesía … pienso que la búsqueda de esta síntesis es menos la consecuencia de preocupaciones técnicas que una aspiración personal a la unidad y a la construcción de un discurso único”. (entrevista publicada en Historia de la literatura argentina, Buenos Aires: CEAL, cap, 126, 1986)

Valeria Correa Fiz escribe poesía, y termina de enterarse por nosotros, que es la ganadora del XI Premio internacional de Poesía “Claudio Rodríguez”, por “El invierno a deshoras”, poemario definido como “muy contundente, rotundo, que impresiona, de tono fuerte”, por Antonio Colinas Lobato, poeta, ensayista y novelista leonés, en su carácter de miembro del jurado. El  leonés explicó qué significa ser un libro rotundo: “Quizá por la unidad formal, de contenidos, y es contundente porque la autora se expresa de una manera muy directa y clara; es un libro sin máscaras. Valeria escribe sin hermetismos, sin que predomine el sentir sobre el pensar. En cierta manera, el poemario tiene un tono coloquial que, a veces se desborda, en poemas como el dedicado al Vesubio, que nos lleva a algo que flota en la atmósfera de este libro, como es la presencia de Italia”.

Vuelvo inevitablemente a las emes de las ciudades en las que vivió  Valeria, cuyo primer nombre (ahora sabemos algo más que lo que cuenta la solapa) es María, que se escribe con eme; sí, como misterio, mundo y materia.

«No importa cómo se llame la ciudad en la que esté, se está siempre en la tierra natal»,  dice Saer; definitivamente creo que es así.

Entre la tierra, el aire, el fuego y el agua, se despliega la visualidad de una escritura que no da respiro, para sentir repulsa o emoción, para espantarse o conmoverse. Hay una casa como esas típicas de las películas o series yanquis, con unos chicos malos liderados por una reina loca, que “parecía una sacerdotisa preparada para la ejecución del sacrificio”, en el rito de iniciación del “nuevo”, con sangre de gato incluída; un pterodáctilo aleteando en la cabeza de un joven que llevaba una vida simple, una gran tienda, un probador de ropa de mujeres, alfileres clavados una y otra vez en una muchacha rubia y espejos; manicuras eficientes y paisajes con almendros en flor, en la memoria y en el presente.

Hay veranos de infancia, siestas para no dormir, gorriones desvalidos y neveras con las que se corre el riesgo de electrocutarse; hay muerte y silencio, memoria y olvido, lengua sin dientes y quebrantahuesos, aves de rapiña que poseen un pico de tal fuerza que les permite destrozar casi cualquier cosa. Trituran hasta convertir en polvo lo que se comerá. Es una forma de supervivencia que deja en evidencia su inteligencia.

Hay más, una mansión de estilo francés, convertida en casa de reposo y cura, locura e incendios, estatuas rotas en jardines arrasados; otra clase de intemperie, sordidez en barrios marginales, miseria y perros que pagan el precio de la venganza, a sangre y fuego; enfermos mutilados, enfermeras, el amor contra corriente y carnavales en el recuerdo, alguien que lee el porvenir hasta en manos amputadas.

Más y más, sexo, películas, efectos especiales, rubias con las tetas desparramadas hacia los lados, un hiperrealismo refinado y cruel, ranas que llueven, que invaden todo, lo onírico y el dolor lacerante de la pérdida.

Hay criaturas en La condición animal, de todo tipo, de toda naturaleza, hay materia que se transforma, los elementos que conforman lo material y lo sensible.

Saer descendía de inmigrantes, y aunque vivió en París desde 1968 hasta su muerte, en 2005, demostró con su obra una devoción inmensa por la región de Santa Fe, y como escribió Juan Villoro: “Es posible conjeturar que Santa Fe (la zona imaginada) lo protegió de las tentaciones superficiales de la moda; al mismo tiempo, vivir lejos le permitió experimentar lo propio como una oportunidad de prueba, un desarraigo, un bien precario.”

Correa Fiz parece saber que vivir lejos le permite “experimentar lo propio como una oportunidad de prueba, un desarraigo, un bien precario”, como dice Villoro.

En Lo que queda en el aire, uno de los cuentos más bellos y sutiles, leemos:

   “Todo el verano lloré a Sherry.

    El viento arrancó la cruz de palitos que pusimos cerca de la huerta en el lugar exacto donde lo enterramos. Ya no tenía dónde llorarlo así que lo lloraba siempre y por todas partes. De día, lo lloraba entre los tomates. Luego de las lluvias, en los charcos donde el sol caía a pique y, por las noches, en todos los sueños.”

Así narra ella, y se difuminan las fronteras entre narración y poesía.

“Cada uno crea

de las astillas que recibe

la lengua a su manera

con las reglas de su pasión

-y de eso, ni Emanuel Kant estaba exento.”

(El arte de narrar, Juan José Saer)

Valeria Correa Fiz, creó con las astillas recibidas, la lengua a su manera, y el resultado es un libro de profunda belleza. Desde el todo, solo para alguien, del comienzo; hasta las dedicatorias, al final, y los agradecimientos.

“El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento” (Saer, El entenado, 2006: 27).


Ediciones

Valeria no solo consigue difuminar las fronteras entre la narración y la poesía, sino que anima a vencer prejuicios. Compré en Casa del libro la versión digital de La condición animal, y leí y releí los cuentos de tierra y aire, hasta que mi hijo, de regreso de Barcelona, donde vive su hermano, mi hijo mayor, me trajo el ejemplar de la primera edición de Páginas de Espuma, de septiembre de 2016, junto a otros libros, como cada vez que voy o va alguno, a esa otra tierra que es también la mía.

 
 
 
 
Sandra Patricia Rey
Sandra Patricia Rey
Autora del libro de cuentos Matrioshkas; Pegaso, un libro infantil ilustrado; y del poemario No hay más vuelos reales.

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