Hay que buscar lo que uno no hizo, lo que todavía no consiguió.

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Hay que buscar lo que uno no hizo, lo que todavía no consiguió.

Con Brando. Gentileza de la fotógrafa Alejandra López. http://alejandralopez.com.ar/

“Lo que hay en los cuentos de Liliana, lo que la sacude en su silla cada vez que tiene algo para decir, es una vitalidad feroz y envidiable. La energía de los que creen en el trabajo, en la vida, y en la literatura.”

Así dice Samanta Schweblin en ese prólogo tan personal que escribió para los “Cuentos reunidos” de su gran maestra, cuyo talento y franqueza la marcaron para siempre.

“Hay algo más, además de todo lo dicho, que atraviesa su literatura y su manera de mirar el mundo. Hay luz en sus personajes más oscuros. En las situaciones más terribles, late siempre la posibilidad de una salida. Hay energía en su estilo, en el ritmo con el que muchas veces el narrador y el personaje avanzan a la par. La soledad, la incomunicación, el desencuentro son escenario corriente, pero siempre se persigue el anhelo de la felicidad.

Así dice también la Schweblin, y no podemos estar más de acuerdo.

La entrevista con Liliana es el recuerdo de una tarde agradable y hospitalaria, en su casa de San Telmo, cuyas puertas abrió con generosidad, para dejarnos asomar a su biblioteca y conocer a Ernesto.

Con el correr del tiempo, desde el desgrabado hasta llegar a la publicación, conocimos también de su rigor y su minuciosidad. Nos resta esperar que cumpla con lo prometido y que recogieron varios medios, un libro que según ella misma contó, se va a llamar “La trastienda de la escritura”, donde tomará la cuestión de la creación desde distintos ángulos.

Mientras tanto, compartimos todo lo que nos dijo sobre literatura, miedos, obsesiones y libros. Pasen y lean, si alguien tiene mucho para contar, es ella.


M. Alguna vez dijiste «A mí me gustaría contar cosas más pequeñas. Si no tuviéramos la responsabilidad de dar cuenta de tanto horror, podríamos sustraernos del lugar testimonial» ¿Qué cosas pequeñas quedaron sin contar por lo testimonial? ¿Por qué y en cuál de tus obras?

Lo debo haber dicho concretamente respecto de mi novela «El fin de la historia». En general, me gusta encarar lo cotidiano, lo aparentemente normal, mostrar cómo, en situaciones mínimas, puede ocultarse el disparate o la tragedia o el absurdo. Ese tipo de revelaciones es habitual en mi narrativa, al menos en mis cuentos. Ocurre que a veces un escritor… No: yo, a veces  me encuentro tironeada por algo particularmente fuerte o excepcional, sobre lo que también necesito dar cuenta. Eso me pasó con «El fin de la historia».

Mi visión del mundo me constituye y, seguramente, está presente en todo lo que escribo y todo lo que hago pero, cuando se trata de dar testimonio o una opinión, prefiero la no ficción, que es explícita: un ensayo, un artículo y, sobre todo, las revistas que sacamos con Abelardo Castillo, y en la última etapa también con Sylvia Iparraguirre, a lo largo de veintiséis años: “El grillo de papel, «El Escarabajo de Oro» y «El Ornitorrinco». En la ficción, sin duda, debe aparecer mi ideología, pero de una manera lateral, no explícita. Pero en «El fin de la historia», la Historia como contexto, y el horror de la dictadura, eran cuestiones ineludibles. Lo ideológico era parte del conflicto. Aunque, también en este caso, con la ambigüedad y las distintas capas de significación que suele tener la ficción.

M. Entonces, en ese caso particular, ya no se trataba de contar algo pequeño o mínimo.

La literatura de ficción nunca da cuenta de generalidades: toma personajes y situaciones puntuales. En el caso de “El fin de la historia”, me interesaba la historia particular de sus dos protagonistas pero lo histórico era parte fundamental de lo que les sucedía. Cosa que no pasa en general en mi narrativa. El contexto está, sin duda; supongo que un crítico puede, si le interesa, definir el espacio histórico en que sucede cada historia, pero ese espacio casi nunca es protagonista. Ni siquiera pasa en mi novela «Zona de Clivaje», donde sí está definido el contexto histórico. Hay un episodio, por ejemplo, en que se habla de la manifestación por Chile, cuando la gente cantaba «Yo tengo fe que Chile va a ganar»; y en una clase de literatura que da el protagonista en la Universidad, el clima entre los alumnos remite al ‘73. Pero la historia concreta que se cuenta es de amor, de seducción, y de la búsqueda personal de una mujer. El contexto es, digamos evanescente. Está ahí pero no pesa. En cambio en El fin de la historia es insoslayable.

M. Hablando de la novela, sin duda generó polémicas.

Así es.  Yo sabía, cuando la estaba escribiendo, que iba a ser polémica. Y lo asumí.  Para decir lo que ya está consensuado, no escribo una novela. Me interesaba mostrar lo complejo de mis dos protagonistas. Y también lo complejo de la traición, un asunto que me cautiva en su diversidad de posibilidades. Escribí una conferencia sobre el tema de la traición, hasta qué punto nos constituye.  Sin ir más lejos, nuestra obra fundante, Martín Fierro, tiene una traición, la de Cruz.

El tango también está atravesado por traiciones. Y la obra de quien para mí es nuestro mayor escritor, Roberto Arlt. Y varios cuentos de Borges. Es un tema que atraviesa nuestra historia y nuestra literatura. Creo que la literatura no da respuestas, pero indaga sobre ciertas problemáticas. ¿Por qué alguien que tenía una formación excepcional, que era una persona fascinante, y una militante de alma, traiciona? La novela no da respuestas; trata de ahondar en la protagonista. Y en la que quiere escribir una historia heroica. Por eso incluso cuenta escenas de la infancia, de la adolescencia…

M. ¿Para tratar de entenderlas, para tratar de entender…?

Para poder entender a los personajes en su complejidad, y permitir que cada lector saque sus propias conclusiones. Insisto, no creo que la literatura de ficción dé respuestas, al contrario; creo que su función es inquietar, llevarnos a pensar que la realidad no es tan sencilla como nos le gustaría que fuera.

M. No es lineal, ¿querés decir?

No están los buenos y los malos, según lo cual  los buenos siempre se comportarían de manera impecable y los malos siempre serían malos. La gente es mucho más compleja que eso.  Y muchas veces una novela nos pone frente a esos personajes complejos. De verdad no me interesa una literatura tranquilizante, sino al contrario, que inquiete, que problematice, que le abra a uno la cabeza. Lo digo como lectora, no me puedo evaluar como escritora. Como lectora siempre sentí que crecía a través de las novelas y los cuentos y los poemas que me impactaban. Crecía porque entendía, de manera más compleja y más amplia, la realidad; porque se me ampliaba mi universo. Con esa idea de la literatura escribo. Si lo consigo o no, no es algo que yo pueda evaluar. Me importa que lo que escribo sea perturbador,  que, por lo menos,  lleve a pensar.

M. A propósito de la publicación de Las hermanas de Shakespeare, dijiste: “Siento que esta faceta mía que tiene que ver con la reflexión me expresa. Es parte de mi trabajo con las palabras y por eso me dediqué a seleccionar estos artículos y a corregirlos”, ¿por qué creés que la ficción le gana la pulseada al ensayo?, ¿qué requiere más trabajo?

Digamos, hay textos que dan más trabajo que otros.

M. ¿Independientemente del género?

Creo que eso es personal: a mí la ficción me da más trabajo, porque requiere de mí una búsqueda. Uno, en general, tiene una idea difusa de la tensión que debería tener lo contado, del efecto que quiere causar, del golpe estético que quiere provocar. Y ese impacto múltiple no suele conseguirse de una sentada: hay que buscarlo. El verdadero acto creador es esa búsqueda, que, en rigor, nunca termina. En algún momento uno dice: hasta acá llegué. Y tal vez publica. Pero seguro que, cuando uno vuelve a leer lo publicado, encontrará algo para modificar. Bueno, esa búsqueda sin final es un trabajo. Maravilloso, si es lo que uno quiere hacer, pero trabajo al fin.  Puedo tener una idea para una novela o un cuento, que me parece excelente. Pero entonces viene la etapa de cómo narrarlo, desde dónde, con qué ritmo, con cuáles palabras voy a construir el final… Es un trabajo múltiple y bello.

M. ¿Una construcción?

Una construcción o, tal vez, una composición. A veces, en la etapa final de una novela, mi trabajo es casi de montaje;  suelo tener mucho material escrito; cuando consigo darle forma, cuando encuentro la estructura, puedo ir “acomodando las piezas”, de modo que cada fragmento adquiera su real significación y, por fin, lo antes fragmentario se convierta en una totalidad. Sea una novela. Un ensayo, un artículo, también requiere una forma. Que la reflexión o la opinión que uno se propone expresar sea contundente, depende de que el texto esté bien organizado, bien escrito, de que las ideas sean nítidas, de que uno sepa adónde va. Pero hay algo que controla ese trabajo y es, justamente, la idea que uno quiere expresar. Esa idea no es ambigua. Fíjate que, a diferencia de lo que pasa con la literatura de ficción, en el texto no ficcional la ambigüedad es un error. Uno tiene que apuntar a aquello que quiere decir.

M. Para poder comunicar bien ¿a eso te referís?

Algo así.  Si uno es claro en lo que piensa, su pensamiento no va a ser ambiguo. En cambio la literatura de ficción es ambigua casi por definición. Tiene numerosas capas de significación. No tiene sentido decir: «Yo con este cuento quiero decir tal cosa». Ah no, si yo hubiese querido decir tal cosa, lo habría dicho directamente. Lo que “dice” una ficción es interminable, discutible, y, en última instancia, va a depender  de lo que pueda descubrir cada lector. ¿Cómo propicio ese múltiple descubrimiento?: ahí está el problema. Por eso, al menos a mí, me da más trabajo la escritura de ficciones. Pero también me da más placer.

M. Hablando de esa faceta tuya que tanto te expresa, pienso en el prólogo de Los bordes de lo real, y te pregunto, ¿quién decidió que escribieras vos misma esa introducción fantástica a la reunión de tus cuentos completos? ¿Quién decidió que vos misma lo prologaras?

Ante todo, “Los bordes de lo real” es la reunión reagrupada de los tres libros de cuentos que yo tenía publicados hasta 1991. En cuanto a de quién fue la idea del prólogo… La verdad es que no me acuerdo, creo que la sugerencia vino de la editorial, de Juan Martini,  que en ese momento era el director editorial de Alfaguara, un editor excepcional, además de excelente escritor. Como lo respeto,  y además me gustó la idea de hacer un prólogo hablando sobre mi vínculo con los cuentos, debo de haber aceptado la idea sin discusión.

En 2004, cuando se publicó en Punto de lectura un volumen con cuatro libros de cuentos   el prólogo también fue mío. En cambio,  en «Cuentos Reunidos», que reúne, reordenados, cinco libros de cuentos más algunos inéditos, según la línea de la colección, el prólogo debía ser de otra persona. Por sugerencia de Juan Boido, lo hizo Samanta Schweblin, escritora notable que, además, como fue alumna de mi taller, me conoce mucho.  Me encanta ese prólogo porque da una semblanza muy personal y, siento, muy entrañable de mí.

En Cuba, en el Malecón.

M. En esa construcción que vos decís que es azarosa, la del libro de cuentos, con el objetivo centrado en acercarse lo más posible a un objeto que resulte compacto, ¿no? Vos decís que «a veces quedan textos por ahí del pasado y otros del futuro», ¿qué textos del pasado vos hubieras incluido en Los Bordes de lo Real que hoy no están?, ¿y qué texto te gustaría escribir para una obra definitiva?

Me niego a hablar de una obra definitiva; siempre estoy haciéndome.  Hay ciertos cuentos, o borradores de cuentos, que quedan en el camino. Algunos, uno los retoma y los vuelve a escribir. De hecho, me pasó con La muerte de Dios. Retomé el tema de Dios, un cuento que publiqué en mi primer libro, “Los que vieron la Zarza”, y que, como nunca me conformó, no volví a publicar. La Muerte de Dios -más que cuento, una nouvelle- es una reescritura muy ampliada de la idea de Dios que yo quería dar a los diecinueve años, cuando escribí Dios. Otro cuento del libro “La muerte de Dios”, Tarde de Circo, responde a una idea que se me ocurrió en 1984, por algo que me contó Ernesto, mi marido, a propósito de una situación muy particular que había vivido en un circo miserable en el que actuaban cuatro chanchas bailarinas. Apenas me lo contó, pensé que quería escribir un cuento a partir de esa situación. La idea me fue persiguiendo durante años pero no conseguí darle forma hasta fines del 2011.

Podría dar más ejemplos. Y hay varios cuentos que todavía están en el limbo. A lo mejor consigo escribirlos, a lo mejor no. Y tal vez haya otros que ahora ni siquiera concibo que alguna vez voy a escribir. Hay cuentos que a uno lo persiguen toda la vida, y otros que surgen sin que uno lo haya previsto. En «Cuentos reunidos», hay un cuento inédito, Giro en el aire, que se me ocurrió un día de verano sin que estuviera en mis planes. Compulsivamente necesité escribirlo, y lo escribí. En general me lleva un tiempo desde que se me ocurre una idea hasta que la pongo en marcha.  Pero en este caso pasaron días entre que se me ocurrió la idea, escribí los borradores y lo terminé. Bueno, no estaba en mis planes, pero sí debía estar entre mis obsesiones de ese momento. Eso es seguro.

M. ¿Guardás borradores?

Sí, guardo borradores, lo que pasa es que, con la cuestión de la computadora, la idea de los borradores cambió. Ahora uno guarda versiones anteriores. Hay cuentos de los que, por ejemplo, tengo ocho versiones. Es curioso ir viendo el pasaje. Siempre escribí  a máquina, y ahora escribo en la  computadora. Salvo que esté en un bar o no disponga de otra cosa que de un cuaderno y una lapicera. Pasa que mi letra es horrible, me cuesta entenderla. Pero corrijo a mano; imprimo y necesito esa sensación física maravillosa de ver lo escrito sobre papel, empuñar la lapicera, y tachar, sacar flechitas hacia los márgenes, hacer llamadas que completo en un cuaderno. Sobre el papel, donde se verifica el ritual de la lectura,  puedo tener una percepción más vívida del texto que en la pantalla. Leo en la pantalla si no me queda más remedio.  Incluso tengo un E-book, a veces lo utilizo, pero de verdad mi vínculo con la literatura se da a través del papel, me parece absolutamente maravilloso.

M. «A veces me da una risa», eran las palabras iniciales del primer cuento que escribiste ¿Qué cosas te dan risa y no contaste todavía, y qué cosas te espantan y no serías capaz de contar?

No están tan desvinculadas la risa y el espanto. Creo que tengo bastante sentido del humor. Entonces, aún ciertas cosas que me espantan me pueden dar risa, en el momento o a posteriori. Creo que el humor es una actitud ante la vida. Isidoro Blaisten decía que el humor es el penúltimo escalón antes de la desesperación, y es cierto, a nosotros los argentinos creo que nos salva. No me gustan las generalizaciones, pero creo que, en buena medida, nos salva el humor. Tenemos un sentido del humor muy sutil, muy irónico, manejamos muy bien el doble sentido. Fijate que hemos dado humoristas extraordinarios, Quino, Fontanarrosa, Caloi, Sendra, Oski, César Bruto, Landrú.  Con Ernesto hemos vivido situaciones difíciles, sobre todo de orden económico y sus derivados, y siempre lo que nos ha permitido sobrevivir a las  catástrofes y rehacernos ha sido el sentido del humor.  Por eso me llama la atención el haber iniciado mi narrativa con la frase «A veces me da una risa».  Sin duda fue involuntario. A posteriori pude objetivar esa frase inicial y darle un sentido, pensar que tal vez es la risa, o el extrañamiento, que me provoca la realidad lo que me lleva a escribir. Ahora, ¿qué cosas me dan tanto horror que nunca las escribiría? No lo sé.  Justamente, si me causan horror al punto de que nunca las escribiría, es probable  que tampoco las pueda, o las quiera, ver.

Igual, creo que uno escribe sobre aquello que teme. Por ejemplo, un tema mío recurrente cuando era joven, era el del fracaso, y he escrito sobre eso. “Los que vieron la zarza». O «Georgina Requeni o la elegida», donde, de alguna manera, puse en ficción la instancia futura  de mi propio fracaso. Fui bastante precoz y hablaba con grandes palabras sobre mi futuro,  pero era lo bastante lúcida como para saber que no hay garantías de conseguir eso grandioso que una busca.  Eso, de alguna manera, fue lo que conté en  Georgina Requeni.  En «Giro en el aire», digamos, hay también una instancia dolorosa, la de la imposibilidad de seguir creando. Por eso te decía hace un rato que no es casual ese cuento aunque no lo haya previsto…

Con Ilich.

M. ¿Supiste que ibas a escribirlo?

Uno escribe sobre lo que teme, tal vez es una especie de conjuro ¿no? O de ensalmo, no lo sé.

De la misma manera, me di cuenta a posteriori de que en mi libro «La Crueldad de la Vida» aparecía de manera recurrente, inesperada para mí e impremeditada, el tema de la muerte. Vale decir: yo había matado a algunos personajes, uno que otro se había muerto, pero la muerte nunca había aparecido como conflicto en mi narrativa.  Pasa que, cuando sos joven,  no creés que la muerte sea posible; cuando pasan los años sabés que… bueno, probablemente está más cerca. 

M. ¿Te pasó experimentar en alguna época temor a la muerte?

No.  No, nunca le temí a la muerte. Tampoco ahora le temo. No quiero morirme, que es otra cosa.  Sólo que ahora sé que es una posibilidad; seguramente por eso aparece en mi literatura. Y es una posibilidad mucho más fuerte para mí desde la muerte de Abelardo Castillo. Que se pueda morir un amigo entrañable, alguien con quien compartiste episodios fundamentales de tu vida y cuya existencia sentías como esencial, eso sí es terrible y lo cambia todo. Exige que una tenga que rearmarse a partir de esa ausencia. La posibilidad de esas muertes cercanas sí me da miedo.

Volviendo a la irrupción de la muerte en mi literatura: Empecé a escribir  «La Noche del Cometa» para una antología del humor  porque la situación que originó el cuento era muy cómica, pero se me coló el tema de la muerte y el cuento ya no fue para esa antología. También se coló en «La Música de los Domingos», que es un cuento sobre futbol.  Y en la nouvelle «La crueldad de la vida», donde se alude a la vejez y la decadencia. A partir de esos cuentos, el tema de lo muerte empezó a ser, digamos… visible en mi literatura. Por eso te decía que uno suele escribir sobre aquello que teme.

De modo que no me animaría a decir «sobre esto no escribiría nunca». Lo maravilloso de la escritura de ficción es que, con todo lo que a uno le pasa, aún con lo más terrible, uno puede construir un objeto que tiene sentido.

M. Cuando estabas escribiendo «Los que vieron la Zarza» tuviste un sueño, te enfrentabas en un ring de boxeo con escasas posibilidades de salir ilesa…

No, escasas no… Ninguna posibilidad.

M.¡Por decirlo de alguna manera! Lo cierto es que alrededor, quienes te alentaban y querían que ganaras, parecían no darse cuenta que tu contrincante podía matarte. Por amor propio subías igual y peleabas, pero por amor propio, subías igual y peleabas. Tu primer cuento, contaste alguna vez, también lo escribiste por amor propio. Un desconocido leyó unas páginas escritas por vos y te dijo que estaban bien pero no eran un cuento. Siempre el amor propio ¿Por ese motivo sos implacable en la crítica? ¿Quién fue más crítico con vos y lo agradecés porque contribuyó a tu formación? Y ¿cuál fue la crítica más injusta que hayas recibidos?

Son dos cosas distintas: la del amor propio y el sueño en que yo salía a boxear, y la de la crítica.  Cuando alguien viene a mi taller, le aviso de entrada: «Soy implacable con la crítica», justamente por respeto al que viene. Más allá de la amistad, y del afecto, digo todo lo que creo necesario para que un texto termine siendo lo mejor que puede ser.  Nadie viene a mi taller a escuchar «¡ay qué lindo cuento!» y comer un pedazo de torta. 

Me importa mucho la gente que viene y pongo todo lo que sé en función de que cada uno descubra los secretos y posibilidades de su oficio.  Así me formé y creo que así nos formamos los que nos reuníamos los viernes a la noche en una mesa del Tortoni: la gente del «Escarabajo de oro» y los que se acercaban a esas reuniones. Para darte una idea: estaban  Abelardo Castillo, Humberto Constantini, Isidoro Blaisten; estábamos los de mi generación: Ricardo Piglia, Miguel Briante, Vicente Battista. Alguno de nosotros leía un cuento que acababa de escribir y todos los demás lo criticábamos sin contemplaciones. Así me formé, y así nos formamos. En particular, si hay un escritor al que tengo que agradecerle eternamente el rigor y la generosidad, y a quien debo lo que sé sobre escritura y sobre la ética de un escritor, ese es Abelardo Castillo.

M. Es imposible no hablar de la carta, que si la carta no apareció, que se perdió…

No, no, esa carta, no es lo más importante. Sucedieron otras cosas en  ese primer encuentro con Castillo, el 21  de enero de 1960, cuando yo tenía dieciséis años. A mí él me pareció una persona muy grande, pero en realidad tenía veinticuatro años y había publicado un solo cuento. Nos encontramos en «Las Violetas»,  la confitería de mi barrio, en Rivadavia y Medrano. Yo fui con mi carpeta Rivadavia, negra, llena de hojas manuscritas. Castillo las hojeó y reparó en un texto mío al que yo no le daba demasiada importancia. Era un género literario que yo había inventado, el Tunguelé, y el texto se llamaba «¿Te gustan las aceitunas?».

A Castillo le gustó. Ahora puedo ver que era lo que más se parecía a texto narrativo, yo no le daba importancia, tal vez  porque estaba muy pegado a mí; pensaba que ciertos escritos más retóricos e inflados eran mejores. Otra cosa que me impresionó fue que me dijo «Tiene influencia de Saroyan». Saroyan era un escritor norteamericano al que yo leía muchísimo en esa época;  nunca me imaginé que Castillo lo conociera, y menos,  que yo tuviera alguna influencia de Saroyan (Nota de M: William Saroyan, 1908/1981, autor armenio americano, cuya primera novela larga, La comedia humana, fue llevada al cine,  con gran suceso; trataba en sus historias el tema del desarraigo del inmigrante y el más general de la condición humana, siempre desde un punto de vista muy cervantino).

En ese encuentro también me habló sobre Sartre, y sobre cuestiones ideológicas de las que yo tenía una idea muy vaga. O sea que en ese encuentro pasaron cosas que de verdad me marcaron, solo que la anécdota de la carta resulta simpática y, encima, alguien la puso en Wikipedia, lo que la convirtió en una verdad universal. Ocurrió realmente pero no fue lo fundamental, ni en ese encuentro, ni en mi vida.

M. Todos los que pasaron por tu taller agradecen las herramientas que les acercaste. Nos dijo Inés Garland: “Lo más importante que me enseñó Liliana fue a saber que escribir es también corregir, y que sin una primera versión, por más mala que sea, no se puede hacer nada. Y que hay que vencer la resistencia y ponerse a trabajar. Me enseñó el rigor, a darle más importancia al proceso que al producto”. ¿Qué pasa si el proceso arroja como resultado un producto que no vale el esfuerzo?, ¿se lo olvida, se lo desecha o se vuelve a trabajar sobre él?

En principio me niego a llamar producto a lo escrito, creo que ese trabajo de continua reescritura lleva a lo que uno quiere, o no lleva a nada.  Uno trabaja hasta acercarse tanto como pueda a eso que quiere. Lo que pasa es que no está garantizado «Ah bueno, esto lo vas a terminar en un mes o en un año». Hay textos que a lo mejor uno está buscando toda la vida. Lo que creo es que, hasta no encontrar eso que quiere, uno no tiene que resignarse.


Foto de Mégara, en su escritorio.

M. ¿Para ser un buen escritor hay que ser un buen observador?

No necesariamente. A ver… si se entiende por observador al que mira con atención los detalles, confieso que yo soy muy mala observadora; te podrás fijar que en mi narrativa hay muy pocas descripciones. No hay que observarlo todo sino observar bien  aquello que uno le importa. Puede que en una reunión alguien sepa cómo están vestidos todos.  Yo, seguro que no lo sé, pero por ahí  percibo una mirada medio rara entre un hombre y una mujer. Alguien dijo algo y el hombre y la mujer se miraron raro; eso me sugiere un conflicto del que, a lo mejor, sale un cuento. Ciertas situaciones mínimas despiertan mi atención y mi imaginación. El resto, casi no lo veo. Supongo que a otros escritores les debe servir mucho ser buenos observadores. Yo, si todo dependiera de lo visual, no habría podido dedicarme a la literatura. Además fui miope casi toda mi vida, y durante muchos años me negué a usar anteojos. Hablo de eso El fin de la historia.

M. ¿No los usabas?

Tengo una teoría sobre la miopía: la visión del miope es mucho más interesante que la del que ve bien. El mundo que ve es casi surrealista. Una vez, cuando yo era chica, salí al balcón con anteojos y me decepcioné: la luna que siempre había visto era mucho más grande que la real. Después usé lentes de contacto;  ahora veo muy bien porque tuve cataratas y me operaron. Pero me quedó el hábito de no prestar demasiada atención a lo visual. Tal vez es un defecto, pero bueno, convivo con ese defecto.

M. Siempre me dio curiosidad saber por qué se dedica un cuento a alguien en particular. La muerte de Dios, lo dedicás “Con medallas, con goulash, con un atenuado clamor de alas”, a Alberto Manguel, ¿podés compartir con nosotros por qué? ¿En ese cuento cuánto hay de autobiográfico?

En ese caso, como en todos los textos  que están dedicados, puedo decir por qué. Alberto Manguel es un gran amigo mío y mi traductor. Amigo, desde que vino a pedirme un cuento para una antología cuando yo acababa de publicar “Los que vieron la zarza”. Siempre digo que Alberto ha hecho más por mi literatura que yo misma. Tradujo excepcionalmente al inglés varios de mis cuentos y la antología «The stolen party». En “Please talk to me”, la selección de mis cuentos que ha publicado la Universidad de Yale, la mitad de cuentos está traducido por Alberto Manguel y la otra mitad por Miranda France.  Respecto a lo que se cuenta en “Con medallas…”, me habían invitado al Festival Internacional de Literatura en Toronto…

M. Por eso me preguntaba si había algo de autobiográfico.

En  buena parte. Alberto, a diferencia del personaje del cuento, estaba en esa reunión. Fue el que me llevó. Los dueños eran húngaros y todos, naturalmente, hablaban en inglés.  Una señora empezó a contarme una historia que se hizo bastante larga y que me costaba entender y otros hablaban sobre un candidato al Premio Nobel que tenía que venir. A mí todo me parecía absurdo y me preguntaba qué estaba haciendo allí.   Hasta que nos sentamos todos a la mesa. Entonces lo vi, sentado a la cabecera.  Un poeta…  ¿cómo te puedo decir?, que respiraba poesía por todos lados. Todo lo que él decía yo podía entenderlo. Faludy, supe después, era un poeta enorme (nota de M. György Faludy, poeta húngaro). Entonces me sentí avergonzada de haber sido tan despectiva respecto de lo que había a mí alrededor. Fue una experiencia muy fuerte. Y viví esa experiencia gracias a Alberto Manguel. Además, creo que fue él quien me regaló el libro de poemas de Faludy. Por todo eso es la dedicatoria.

M. Has dicho alguna vez que “la literatura actúa de una manera muy laberíntica, muy compleja y muy difícil de predecir. Pero estoy convencida de que la literatura llega a una minoría de la sociedad”. ¿Qué se puede hacer para que llegue a la mayoría? ¿Cómo se incentiva la lectura?

Una revolución social, eso es lo que habría que hacer para que, de verdad, se pudiera incentivar la lectura. Porque, para que pueda haber lectores, hay que hablar de una educación pública excelente, de que todos los chicos estén bien alimentados, de que sus padres tengan trabajo, de que vivan en un hogar decente. Recién  entonces podremos discutir cómo se incentiva la lectura. Mientras no ocurra ese verdadero cambio social (que hoy se ve pavorosamente lejos) la literatura va a seguir siendo  para una minoría. 

M. Para una élite.

Sí, absolutamente. Por supuesto, hay maestros que son excelentes y que incentivan la lectura entre sus alumnos. Pero la educación pública de ninguna manera es lo que tiene que ser. Cada vez está más dejada de lado y cada vez hay más chicos que van al colegio solo para poder  comer. Podría haber planes, claro, fue muy bueno el plan de lectura que llevó a cabo el Gobierno anterior, de hecho fui parte de ese plan. Pero en la actualidad, no solo ese plan, toda la educación pública está siendo destruida y cada vez hay más chicos que ni siquiera van al colegio.

M. ¿Cuánto hay de tu formación en física, en la recurrencia de temas como el de la creación y la imposibilidad de crear, el del paso del tiempo, la voluntad y sus tribulaciones?

Mirá, todo lo que soy y todo lo que he hecho me constituye. Siempre tuve bastante proclividad al pensamiento matemático. Lo que estudié en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, en una época realmente privilegiada, me constituye tanto como los libros que leí. Creo que mi formación científica aparece en mi literatura de dos modos. Anecdóticamente, en «Vida de Familia», por ejemplo, donde el personaje, ineludiblemente, tiene que ser matemático;  en  «Zona de Clivaje», ya desde el título: aprendí qué era clivaje a los 16 años, en el ingreso a Exactas, estudiando la estructura de los cristales, y ya entonces me perturbó su significado, que algo tan estructurado y resistente como un diamante contuviera en sí mismo su zona de quiebre.  En cuanto a la novela en sí,  me importaba contar el tironeo de Irene Lauson entre su cabeza, tan lógica y científica, y los celos, un sentimiento avasallante ante el cual una persona, por cerebral que sea, reacciona como cualquier hijo de vecino; en “El fin de la historia”, la Facultad de Ciencias Exactas aparece como un espacio significativo. Pero, más allá de estas intervenciones explícitas, supongo que mi formación científica también debe estar presente en la construcción de una ficción o de un ensayo, Hay cierto modo del pensamiento que me lleva a encontrar la estructura, la forma, de lo que quiero escribir. Ese modo del pensamiento me constituye, aun cuando dejé de estudiar Física a los veintiún años.

M. ¿Por qué dejaste?

En realidad, entré a la facultad a los dieciséis años, al mismo tiempo que entré al Grillo de Papel –en esa época se podía hacer el curso de ingreso mientras se cursaba quinto año del secundario–, o sea que, cuando empecé a cursar las primeras materias en la facultad –que era extraordinaria en todo sentido–  ya estaba tironeada por la literatura. Seguí estudiando porque mi familia siempre había supuesto que yo iba a tener un título universitario, y vinculado con las ciencias duras. Pero a los veintiún años, cuando ya tenía casi terminado mi primer libro y era subdirectora de El escarabajo de oro, tomé conciencia de que mis compañeros querían recibirse para investigar en un territorio tan maravilloso como la física, y yo quería recibirme para llevar el título a casa y dedicarme a la literatura. Cuando me di cuenta de eso, me sentí una hipócrita, y decidí dejar la carrera.

El hecho determinante fue un circuito electrónico que yo tenía que armar para aprobar electrónica. Siempre tuve bastante facilidad para el pensamiento teórico, pero me ponés dos cablecitos en la mano y armo un desastre. El circuito que tenía que armar era complicado. Estábamos en verano, yo iba todas las mañanas a la Ciudad Universitaria (recién se inauguraba), soldaba  transistores mínimos y resistencias chiquitísimas… y sabía que ese circuito nunca iba a funcionar. Fue una pesadilla. Si no armaba ese circuito no iba a aprobar electrónica, y si no aprobaba electrónica no iba a terminar la carrera. Así que un día no fui más. Ese es el motivo evidente. El real es el otro.

Con su Remington, cuando tenía 37 años.

M. Leí que tu incursión en las revistas literarias, comenzó de manera totalmente fortuita. Estabas con tus amigas en el teatro, y comenzaron a conversar. «Bueno ¿qué vamos a hacer?… Yo voy a hacer esto, yo voy a hacer lo otro» Y vos dijiste de repente que ibas a trabajar en una revista literaria. ¿Es tan así?

Sí. Yo tenía quince años; estaba con unas amigas en el hall del Teatro «La Máscara «, y no hablábamos de qué íbamos a ser, sino de en qué íbamos a trabajar. No me acuerdo qué dijeron las otras. Yo dije sin ninguna vacilación: «Voy a trabajar en una revista literaria». Fue curioso, porque en mi vida había visto una revista literaria, ni siquiera estaba demasiado segura de que existieran. Leía muchísimo libros, desordenadamente. Pero revistas, para mí, eran Rico tipo y Patoruzú.  Lo había dicho, pienso, porque supuse que, si existía algo así, debía ser el único trabajo  que yo era capaz de hacer. Tenía una idea totalmente equivocada porque creía que era un trabajo remunerativo. Supongo que a ninguna de las presentes le importó esa declaración mía. Pero a mí sí. Lo había dicho.

Así que apenas terminé el colegio me fui a la Librería Galatea (de dos franceses encantadores), que tenía una especie de exhibidor o quiosco a la entrada, y me puse a hojear revistas. Todas me resultaban o aburridísimas o reaccionarias, así que las iba descartando. En eso encontré el primer número de una revista que se llamaba el Grillo de Papel; en la tapa tenía un cuento que se llamaba “El marica”, de un desconocido total: Abelardo Castillo. Abrí la revista, leí el editorial y dije «Esta es mi revista». Al lado del  staff había un pequeño texto que empezaba así: «Invitamos a los jóvenes narradores y poetas…  Sentí que me lo decían a mí.  No me alcanzaba la plata ($10) para comprarla. Le conté a mi hermana que había encontrado una revista bárbara que se llamaba… Y ella, al otro día, me la trajo de regalo. Le pedí la máquina de escribir al novio de mi hermana…¡Esa! – y señaló una Royal que estaba en el escritorio donde me recibió- … , escribí un poema y una carta, y los mandé a El grillo de papel.

M. ¿Hasta qué año salió?

Salió durante un año. En octubre de 1960, durante el gobierno de Frondizi, un decreto estatal prohibió varias publicaciones de izquierda, entre ellas, El grillo de papel. El último número, el 6, había sido el Número Aniversario y yo,  la Secretaria de Redacción. Tenía diecisiete años. Así que ese invento o mentira que había dicho  en el Teatro La máscara terminé convirtiéndolo en una verdad.

M. Alguna vez contaste que tuviste la suerte de aprender mucho de los cuentistas que pasaban por la revista y que tuviste la oportunidad de mostrarle textos tuyos a Humberto Constantini. Que cierto magisterio que encontraste en Abelardo Castillo fue fundamental para vos, y que sus escritores funcionaron como un catalizador, otra vez la física. ¿Hay lecturas que pueden cumplir también esa función de catalizadoras?

Sin ninguna duda. Un escritor está hecho, entre otras cosas, de todo lo que ha leído. Pero hay ciertas lecturas en particular que a uno le abren caminos en cuanto a la escritura. Y hay veces en que la lectura de una dada ficción  te ilumina de una manera específica. Te cuento algo que me pasó cuando estaba escribiendo Don Juan de la Casa Blanca. Yo necesitaba que, en contraste con el “adentro” de la protagonista, que es opresivo, hubiera un “afuera” de plena primavera. Pero no conseguía que mi texto respirara primavera. Entonces me acordé de «El Vino del Estío”, de Bradbury,  que había leído en la adolescencia. Desbordaba verano, al punto que la sensación todavía perduraba en mí. Fui al libro, y comprobé que era cierto: el verano se podía contar. Entonces supe cómo se puede contar la primavera. Mi texto no tiene nada que ver con el de Bradbury pero ese libro despertó en mí una posibilidad de escritura.

Muchos cuentistas norteamericanos fueron maestros para mí: Salinger, Saroyan, Hemingway, Flannery O’Connors, Katherine Porter, John Cheever; seguramente mi narrativa está en deuda con todos ellos. Y también con Chejov y Katherine Mansfield. Y con Maupassant, el grande de los grandes. Y con muchos otros escritores. Cortázar, por ejemplo, con “Los venenos”, me abrió una puerta en los comienzos.  La cuestión es hacer conscientes esas lecturas que a uno lo marcan, y reformularlas en los propios textos. Si no, se corre el riesgo de, simplemente, imitar.

M. Hablabas de Salinger, muchas veces comentaste de un cuento en particular, «Un día perfecto para el Pez Banana».

Cuando lo publicamos en el Escarabajo, lo habíamos tomado de una antología de narradores norteamericanos –extraordinaria—que se publicó en Cuba. El título era “Un hermoso día para el pez plátano” que, la verdad, suena más lindo…

M. ¿Ese cuento grafica lo que sentiste al conseguir por primera vez dar con la voz de un personaje y no parar hasta el final por haber descubierto la fascinación de escribir un cuento? Cuando uno empieza la lectura de ese cuento que ve…

¿Cuál, el de Salinger?

M. Sí, parece que fuese una charla telefónica y que no hay más que eso, ¿cómo se hace para describir tan perfectamente un personaje que está ahí, que es el de Seymour Glass que está y que en realidad es el protagonista y que va a aparecer y que va a romper…?

Bueno, eso habría  que preguntárselo a Salinger. Una de las cosas que me fascinan de ese cuento es que, en la primera parte, las dos mujeres que hablan por teléfono se refieren a Seymour Glass de una manera imprecisa pero inquietante, de tal modo que, en la segunda parte,  cuando uno se da cuenta de que está ante Seymour Glass, tiene la impresión de encontrarse con un conocido, o mejor, con alguien del que hace mucho oye hablar. Eso es magistral. Hay muchas cosas magistrales en ese cuento. Fundamentalmente, la ambigüedad. Uno puede leerlo cien veces y siempre va a descubrirle algo. Y, al mismo tiempo, nunca va a saber de manera categórica el porqué del final. En Salinger, no solo los diálogos son elocuentes; también la entonación, y los tics, y los gestos.  Cuando Muriel está hablando con la madre, separa un poco el auricular de la oreja. Y uno se da cuenta de que la madre habla demasiado fuerte y de que Muriel está harta. Fundamental encontrar la voz y los gestos de los personajes. 

M. ¿Cómo se encuentra?

Si uno sabe cómo es un personaje, encuentra su voz. Si sabe qué le está pasando, seguramente conocerá sus gentos. 

Foto de Mégara. Detalle de su biblioteca.

M. Vos dijiste, decís o solés decir «que el cuento uno tiene que aprenderlo, que saberlo antes de escribirlo». Que tenés que…

Cuando tengo la idea para un cuento, en general sé a dónde quiero ir. Suelo decir que el cuento viene con el final incorporado. Después lo voy imaginando, lo voy armando mientras camino por la calle, mientras viajo en colectivo. En algún momento sé a grandes trazos qué voy a contar. Pero lo escribo realmente cuando ya decidí, o descubrí, desde dónde contarlo y cómo empezar.  En un cuento, suele ser más difícil el comienzo que el final. ¿Por dónde empieza una historia? Por el principio, dirás. Cierto, pero,  ¿cuál es el principio? ¿El día en que nace el personaje? ¿Diez segundos antes de que la historia que narro termine? No hay nada dicho a priori. Uno tiene libertad absoluta, y la libertad absoluta provoca vértigo. Eso es lo perturbador, y lo maravilloso, que tiene la creación. Que no haya nada dicho acerca de lo por-escribirse. Ahora, cuando uno ya encuentra por dónde empezar, desde donde va a contar, y a dónde va a llegar, se puede despeñar tranquilo: el cuento, de algún modo, va a llegar a buen puerto.

MDonde uno lo lleva.

Hasta cierto punto. Se cruzan personajes inesperados, situaciones imprevistas. Las dos acciones son necesarias y actúan en yunta: Decidir ciertos aspectos imprescindibles, y despeñarse por la trama. Muchas veces lo inesperado funciona…

M. Y a veces no funciona…

A veces no funciona. Hay que saber lo que no funciona, y tacharlo sin contemplaciones. Siempre pongo el ejemplo de Poe cuando,  en la Filosofía de la Composición, explica cómo  escribió «El Cuervo». Cuando se refiere al  famoso “never more” que cierra cada estrofa, dice que necesitaba un ser irracional que repitiera mecánicamente el leitmotiv. Un animal que hablase, claro. Y lo primero que se le ocurrió fue un loro. Fijate qué pasaría con el poema mayor de la lengua Inglesa si en lugar de ser El cuervo fuera El loro. En Mi credo digo que a veces es conveniente sacrificar al loro.

MRelacionado con todo lo que me estás contando, alguna vez leí que en la actividad del taller, vos decís que en un cuento malo se puede reconocer a un escritor…

M.…y que hay otros por ahí…

Muy correctos.

M. Sí, textos muy correctos que no denotan que detrás haya un escritor. ¿Alguna vez desalentaste a alguien?

No, desalentar no. No tengo ningún derecho desalentar a otro si lo que quiere es escribir. Sí, en pocos casos, le dije a alguien que por ahí le convenía otro taller. Pasa que elijo a la gente del  taller. Y la gente me elije a mí, entonces ya hay una corriente de empatía. Incluso hay algunos que, de entrada, son  terribles escribiendo. Eso a mí no me importa; uno casi siempre empieza haciendo mal las cosas. Tengo la casi seguridad de que, a la corta o a la larga, va a escribir algo que valga la pena.  También sucede que algunos no resisten la crítica, y se van. A nadie le gusta que lo critiquen, pero muchos siguen, entienden el sentido de la crítica, y corrigen, y un día encuentran su voz. Entonces sé que no me equivoqué y que ahí hay un escritor. Me pasó muchas veces, y es hermoso. 

La primera vez que vino Pablo Ramos al taller, leyó un cuento que era un berenjenal;  todos lo criticaron. Yo también, pero le dije: “Ahí hay un cuento excelente”.  Yo sabía que, en medio de ese caos, no solo había un cuento sino un tipo con un talento impresionante. Hay otros casos en que el talento, de entrada, es menos visible. Pero se nota la voluntad, y la pasión, y la sensibilidad, y el amor a la literatura. Tengo la casi seguridad de que hombres y mujeres con esas cualidades van a terminar encontrándose con su mundo y escribiendo su obra, incanjeable.

De una fotonovela que se hizo para La mujer de mi vida. Con Ernesto, Pablo Ramos, y otros.

M. Pienso en Pablo Ramos, ¿no?, y me pregunto, ¿todo es autobiografía?

Bueno, eso se lo tenés que preguntar a Pablo. Creo que en todo lo que uno escribe, de algún modo está uno mismo: su locura, sus obsesiones. También, a veces, sus experiencias.  Pero,  al mismo tiempo, ningún texto literario es del todo autobiográfico. El mero hecho de seleccionarlo, de hacer un recorte en ese continuo que es la propia vida, implica un trabajo sobre la historia personal. Esa especie de vómito con el que alguien cuenta indiscriminadamente lo que le pasó indica una petulancia imperdonable. “Esto debe hacerse público por el mero hecho de que me pasó a mí”. Sin comentarios.

M. Alguna vez dijiste que te causó cierto extrañamiento que te cedieran el asiento del colectivo…

Sí, es cierto. Todavía me pasa que, si estoy sentada en el colectivo y sube una señora mayor, mi primer impulso sea el de darle el asiento. Después lo pienso un poco y me doy cuenta de que la señora en cuestión debe ser menor que yo. Es muy raro el vínculo que una tiene con su propia edad. De cualquier manera, el extrañamiento cada vez me ocurre menos y si un adolescente me cede el asiento  lo acepto encantada y aprovecho para leer.

M. Es que por ahí uno se siente fantástico…

Claro. A mí me interesa el tema de la edad. Nunca la oculté. El ocultamiento me parece una mutilación, sobre todo en escritores. Sacarse la edad es sacarse la propia historia.

M. Y no podrías decir que pertenecés a esa generación maravillosa…

Exactamente, no podría. Tendría que armarme otra historia,  cambiar mis referencias. No solo no niego mi edad; me resulta un tema de indagación. El paso de los años es algo que me está pasando, eso me parece interesante. En cierto modo, soy una persona nueva; nunca antes había sido de setenta y cinco años. Estoy viviendo experiencias que no conocía, y eso, al menos para alguien que escribe, es estimulante, aunque no siempre sea grato.

M. ¿Hay más melancolía el lunes, hoy, hablando ya que estamos hablando del tiempo, o seguís escuchando esa música de domingo por la que uno es fugazmente apacible y feliz?

Bueno, escribí La música de los domingos porque esa música constituía los domingos de mi infancia. Los lunes, en cambio, eran días detestables. Había que ir al colegio, y cumplir con todas la obligaciones. Por eso, con los años, me las arreglé para sacarles fealdad a los lunes.  Ya no les temo.

M. ¿Los resignificaste?

Los modifiqué. La música de los domingos estaba, puedo escribir acerca de ella pero no la puedo revivir. Pienso que lo que uno vivió no hay que tratar de repetirlo.  Hay que buscar lo que uno no hizo, lo que todavía no consiguió. Los lunes buenos son de las cosas que conseguí.

M. Me encantó. ¿Por qué Mariana y Lucía, a lo largo de tu obra?

Aparecieron en mi narrativa cuando yo tenía 19 años, con la escritura de Retrato de un genio. Los cuentos donde aparecen las dos hermanas son los que más se acercan a lo autobiográfico, aunque no lo son del todo.  Están basados en la relación entre mi hermana –seis años y medio mayor—y yo. Pero a veces hay modificaciones de la realidad.  En»La crueldad de la vida», por ejemplo. La nouvelle está basada en la búsqueda de mi madre, que realmente se había perdido. Pero no la hicimos  mi hermana y yo -mi hermana estaba de viaje con su marido– sino Ernesto y yo. Solo que, cuando me puse a escribir la nouvelle, los maridos sobraron. La historia era entre mi hermana, mi madre y yo. Esos son los cambios que uno hace en función del texto. En lo profundo, “La crueldad…“ es autobiográfico pero los hechos reales no sucedieron exactamente como en la ficción…

M. Exactamente de esa forma. Liliana, ¿jugás al tenis?

Juego.

M. Eso me dijo Guillermo Martínez.

Y es verdad.

M. ¿Cómo? ¡Por favor!

Mal. Pero juego. Empecé tarde. En un gimnasio al que iba me venían diciendo hacía rato  que había un club de tenis en la Boca, el Darling, que era hermoso…

Con Ernesto y sus gatos Prascovia y Brando cuando tenían 2 meses.

M¿Vos sabés que yo pensé que no existía?

Existe, acaba de cumplir cien años, y es realmente bellísimo, lleno de árboles y de flores; solo que ahora, el Gobierno de la Ciudad quiere cercenarle la tercera parte para hacer un gran negocio inmobiliario, unas torres que le van a quitar el sol, varias instalaciones, y mucho de su historia.  Lo cierto es que, cada vez que le hablaba a Ernesto de ese club, él, que es de River, me decía: “¿Se llama Darling y está en la Boca?, debe ser espantoso”.  Hasta que un día lo convencí de que fuéramos a verlo. Lo vimos y nos quedamos.

Lo hicieron en 1918 para las señoras inglesas de los que hacían el ferrocarril. Ellas querían jugar al tenis y los clubes de tenis estaban en el norte. Ernesto, que en esa época jugaba al paddle, me dijo que cambiaba el paddle por el tenis. Yo dije: “Una nueva pasión, a esta altura de mi vida, no quiero. Mientras haya temporada de pileta,  voy a venir a nadar. Después, a leer bajo los árboles”. Lo cierto es que, cuando se terminó la temporada de pileta, noté que en ese club todos jugaban al tenis y decidí tomar una clase. Ante mi sorpresa, le pegaba a la pelotita, pero eso porque los profesores se las arreglan para que le puedas pegar. Eso fue un miércoles. El sábado, tres mujeres a las que les faltaba una para armar el doble me propusieron jugar. Entré a la cancha (como suelo entrar en casi todo: de cabeza y después veo cómo le las arreglo) y no salí más. No juego bien; 56 años no son una edad apropiada para empezar la práctica de un deporte. Pero me gusta; y me divierto.

MQué lindo ¿Lo haces regularmente, entonces?

En general, martes, viernes, sábado y domingo.

M. ¿Juegan dobles?

Sábados y domingos juego doble y en la semana, single.

M. Ahora, ¿fue una excusa para engancharte para el prólogo del libro de «Cuentos de Tenis»?

No. Me lo pidieron porque sabían que juego al tenis. Además, me gusta mirar tenis.

M. Le pregunté a Guillermo por ese libro.

Guillermo estuvo en la presentación ¿Te contó cómo fue? Fuera de serie. En el Darling. Con un partido exhibición entre Guillermo y Ricardo Cano, un veterano de la generación de Vilas que estuvo en la Davis. Guillermo, además de excelente escritor, es muy buen tenista.

M. ¿Existe el canon?

No creo en los cánones; en general los arman ciertas camarillas. Además, son cerrados. Esto, de acá hasta acá,  es la literatura; el resto no existe. A mí me parece que cada obra tiene su propuesta. Uno tiene predilecciones, que puede justificar de algún modo. Cada escritor, y cada lector, pueden construir su propio canon, seguramente discutible.  Pero esos cánones que están en el cielo platónico, la verdad, no me interesan.

M. Me gustó el concepto de la editorial 36, cuando dicen algo así como que editan los libros que uno quisiera tener en su casa y en su biblioteca, no los que responden al mercado.

Por supuesto, uno va construyendo familias de libros que ama, incluso con algunos (no todos) de los nuevos escritores que van apareciendo, que tal vez son desconocidos para la crítica y el gran público. Cada amante de la lectura tiene sus preferencias y, si no se deja influir por lo-que-hay-que-leer, va a encontrar los libros que le gustan y razones por las que le gustan. 

Una charla en Eterna Cadencia.

M. A mí me parece muy loco, a veces, que alguien haya pasado mucho tiempo sin conocer autores muy grandes. Es muy bueno ver en la actualidad, ediciones que traen de nuevo a autores como Humberto Costantini, como Daniel Moyano…

Claro, la colección «Los Recobrados», por ejemplo, que dirigió Abelardo Castillo. Es  terrible que ciertos escritores excelentes, cuando mueren, desaparezcan. Daniel Moyano, un escritor excepcional. O Sara Gallardo, o Alfredo Varela, o Manauta, o Germán Rozenmacher. La gran tragedia de Rozenmacher fue que se murió a destiempo. Muy joven. Pero su primer libro, «Cabecita Negra», era muy bueno. Beatriz Guido, una cuentista, y a veces una novelista, notable. Nadie la conoce ahora. Nadie la lee.

M. Traigo esto a colación porque a mí me pasó que en los buenos talleres, como digo yo, te acercan material de lectura y después la curiosidad hace el resto, vas buscando. La gran ventaja, en la actualidad, es que si no encontrás un autor o un título, en una librería, lo encontrás en internet. Hace muchos años, por ejemplo, encontré «Las hamacas voladoras» de Briante, en una edición maravillosa.

Miguel era el más precoz de todos nosotros. Ricardo Piglia, Miguel Briante y yo publicamos nuestros primeros libros ahí nomás. El primero en publicar fue Miguel, después yo, después Ricardo, en orden inverso al de nuestras edades. Miguel era un cuentista notable. Publicaba muy poco, corregía mucho, era también un excelente periodista. Murió temprano, y de una manera absurda. Ahora se están olvidando incluso de un escritor realmente excepcional: Isidoro Blaisten.

M. Nosotros no solo no nos olvidamos, lo difundimos mucho. Y como nos pasa otras veces, nos sorprendemos cuando tiempo después, aparece alguna reedición, como nos sucedió con sus Anticonferencias, recientemente reeditadas por Tusquets, en la colección Rara Avis al cuidado de Juan Forn.

Es que, a veces, las cuestiones legales de derechos son complicadas. E injustas para la obra de un escritor. Le pasó a Marechal, uno de los mayores escritores argentinos.  Su Adán Buenosayres es una obra descomunal, y fundante. Roberto Arlt, Borges, y Marechal son los tres escritores fundantes de la nuestra literatura. Marechal tuvo el problema de ser peronista en una época en la que casi todos los intelectuales eran antiperonistas, entonces lo rechazaron. Con excepción de Cortázar que, ya en 1951, descubrió la grandeza del  Adán». Para colmo, el Adán no coincidía con lo que se suponía que  era una estética peronista, así que tampoco en el peronismo lo tuvieron muy en cuenta como novelista. Después del golpe militar que derrocó a Perón, él se exilió en su propia casa. Los que a principios de los 60 descubrimos el Adán creíamos que su autor estaba muerto. En el 65 se lo redescubrió, pero después  viajó a Cuba, defendió a la  revolución cubana, y otra vez fue censurado y negado. Murió en 1971, y su obra siguió siendo retaceada.

M. ¿Qué hay de aquella polémica con Cortázar? ¿Ya prescribió?

No, no, los textos no prescriben. Se la sigue leyendo, y a mí me importa que se la siga leyendo. Lo que pasa es que correspondió a una situación histórica determinada. Lo candente y polarizador del momento en que fue escrito y publicado ya no existe. O no existe de esa manera.

M. Pienso en cuando decíamos recién… ¿A veces hay un autor que es una sola obra o una obra muy pequeña?

Para mí, el mayor escritor latinoamericano es Juan Rulfo. Y escribió solo «El llano en llamas», y «Pedro Páramo». Dos libros sin igual. Magistrales.

M. ¿Existe alguna explicación para eso?

¿Para qué?

M. Para que él no haya escrito más que eso.

Corregía mucho sus textos, buscaba…

M. ¿La perfección?

Supongo, sí,  la perfección. Cuando estuvo acá, lo fui a escuchar en la Feria del Libro y  contó que estaba escribiendo una novela, «La Cordillera», que ya llevaba  como dos mil páginas. Dijo: «Cuando lo corrija me va a quedar un buen cuento de veinte». Eso era Rulfo. En literatura, la extensión y la productividad no son valores. Valen la intensidad, la belleza. Si no, la poesía no podría perdurar y Hugo Wast sería nuestro mejor escritor.

M. Fuiste muy generosa, así que la última pregunta, la instituída como última pregunta. La que tiene que ver con la tarea de “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”, como dice Italo Calvino en las Ciudades invisibles y  nos inspiró tanto en la búsqueda fundante de Mégara. ¿Cómo hacés vos, Liliana?.

Creo que el infierno está bastante bien distribuido. Todos tenemos nuestro propio infierno. Y percibimos lo infernal del mundo en que vivimos. La literatura, que siempre ha sido tentada por lo conflictivo, por lo oculto, y, subterráneamente, por el sueño imposible de la felicidad, tiene la posibilidad de darle espacio a aquello que,  según las buenas conciencias,  no debería tener ningún espacio.

M. Bueno, ¿cómo decirte?, fue un placer.

Para mí también, pero no sé cómo te las vas a arreglar para desgrabarlo.


“Quedate tranquila que podemos”, le dije, Pasó mucho tiempo desde entonces, aunque no diré cuánto, ya verán por qué. Sí que ella tuvo mucho que ver en la hechura final. Y aquí estamos, finalmente, porque si de algo no dudamos, es que contarla entre nuestros entrevistados, valía la pena.

Si volvemos al principio, es la propia Schweblin, quien nos dio algunas claves, ella cuenta que quienes han pasado por su taller, tuvieron que atravesar el miedo a esa primera entrevista, un encuentro privado antes de unirse al grupo; al que ella sobrevivió, tras recibir la primera lección.

Atenta a las experiencias que traía de talleres anteriores sabía que la comida y la sociabilización eran importantes, así que para hacer buena letra llevé a ese primer encuentro una fuente de galletitas recién horneadas. Entonces Liliana Heker dijo “Me encantan las galletitas, pero a la hora del mate. En este taller no se come”.

Menuda e implacable es el modo en que la describe su discípula, y lo cierto es que debí haber conocido las anécdotas entrañables de ese prólogo admirativo y afectuoso, de antemano; como ella, cometí el error de llevarle unas ricas masas.

Sin duda es el rigor lo que caracteriza a Liliana Heker, ella mejor que nadie sabe que escribir no depende del tiempo, ni del humor, ni de la realidad social o familiar.

“Uno escribe a pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa”.

Y uno tiene que escribir cuando lo que tiene para decir es mejor que el silencio, así dice ella.

Pensando en ella, en cómo gravitan sus opiniones en el mundo de la literatura, en su rigor y esa cierta distancia que uno siente o se autoimpone frente a las grandes personalidades; repasando recién nomás, sus respuestas, recordé a John Berger, a quien releía estos días, con su profunda sabiduría.

Ella dice que no escribe muchos poemas, Berger nunca dejó de escribirlos ni de escribir sobre ellos.

«Los poemas no se parecen a los cuentos, ni tan siquiera cuando son narrativos. Todos los cuentos tratan de batallas, de un tipo o de otro, que terminan en victoria y derrota. Todo avanza hacia el final, cuando habremos de enterarnos del desenlace.

Indiferentes al desenlace, los poemas cruzan los campos de batalla, socorriendo al herido, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto. Procuran un tipo de paz.» (de Una vez en un poema, de John Berger).

Desde que esta entrevista fue una expectativa, hasta hoy, pasó mucho tiempo, será entre nosotras una anécdota, de esas que como cuenta la Schweblin, no vale la pena contar.

Lo que vale entonces es celebrar que finalmente esta entrevista, se publique, con un poema. ¿Y por qué un poema, si nuestra entrevistada es una eximia cuentista? Porque, como dice Berger, la poesía transforma el lenguaje, al abrazar pasado, presente y futuro.

«Tal vez en el principio

el tiempo y lo visible,

inseparables hacedores de la distancia,

llegaron juntos

borrachos

golpeando la puerta

justo antes del amanecer.

 

Con las primeras luces pasó su embriaguez,

y tras contemplar el día,

hablaron

de la lejanía, del pasado, de lo invisible.

Hablaron de los horizontes

que rodean todo

lo que todavía no ha desaparecido

Este poema de John Berger es nuestro regalo de agradecimiento a Liliana, por tanto.

Sin que importe el tiempo, y sin distancia.

 

Foto de Mégara, en su casa, una tarde de octubre, de sol en Buenos Aires.

Sandra Patricia Rey
Sandra Patricia Rey
Autora del libro de cuentos Matrioshkas; Pegaso, un libro infantil ilustrado; y de los poemarios No hay más vuelos reales (Editorial En Danza) y Altar doméstico (La Ballesta Magnífica)

4 Comments

  1. Eme dice:

    Qué buena entrevista, Sandra. La disfruté mate en mano (el megarense, claro). Y qué lindo leer las palabras de Liliana, tomé algunos apuntes, ya que estaba.
    Gracias por seguir tendiendo puentes.
    ¡Abrazo!

    • Sandra Patricia Rey dice:

      Mate megarense en mano. Yo tiendo puentes y vos estás siempre animando. Ojalá hubiese más «gente que sí», eso me lo enseñaste vos. Gracias por pasar, por detenerte, por decir unas palabras. Gracias porque eso demuestra que hay alguien del otro lado que hace que no haya tiempo ni distancia y que justifica todo lo que uno sigue soñando. Abrazo enorme.

  2. Mercedes dice:

    Buenísimo el articulo. Un cordial saludo.

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